
José María Marco
Artistas, a la fuerza
En estos días se han celebrado, o se están celebrando todavía en las universidades y los institutos españoles, las ceremonias de graduación. Es una buena costumbre que celebra el acceso de los jóvenes a un nuevo ciclo, ya sea la enseñanza superior o la vida laboral. Es bastante probable que en muchas de estas ceremonias se haya escuchado una exhortación del orador a que los jóvenes, en un momento crucial como éste, sigan su vocación, busquen su verdadero camino, se atrevan a perseguir su sueño... con la seguridad de que al final, si cumplen de verdad con lo que se han propuesto, alcanzarán el éxito social y la realización personal. Yo mismo he caído alguna vez en esta tentación, difícil de evitar porque promete al mismo tiempo éxito y sacrificio, lo que resulta gratificante para la buena conciencia del predicador y para la ansiedad de los jóvenes. Es probable, sin embargo, que esta retórica no sea la más adecuada en los tiempos que corren. Es posible que no lo haya sido nunca.
El problema es que proyecta sobre los jóvenes un mundo que, más que nada, refleja los deseos de los adultos, como si la vida fuera juego y gratificación. Ante ellos se alza un único camino, el del artista, tal y como la imaginación de los últimos dos siglos lo ha creado: un ser dedicado en exclusiva a explorar su personalidad y realizar su potencial interior. Evidentemente, el mundo –gracias a la economía de mercado, dicho sea de paso– ha cambiado mucho y ofrece hoy en día muchas más posibilidades para que cada uno pueda seguir su propia vocación, si es que alcanza a tenerla. No ha cambiado tanto, sin embargo, como para dar satisfacción a tantas vocaciones artísticas, o, mejor dicho, como para cumplir el ideal, tan propio de una cierta mentalidad occidental, de la vocación estética como la única válida, la única digna de ser vivida.
Cuanto antes empecemos a tomar conciencia de que esa fantasía ha contribuido a ampliar el abismo entre la formación y la vida, la vida de verdad, más rápido estaremos en condiciones de evitar o paliar el desempleo de millones de jóvenes, condenados a cumplir un anhelo que no es el suyo. Antes, el «quiero ser artista» era un síntoma de rebelión y de autenticidad. Ahora es un mandato, una especie de condena con la que los jóvenes harían bien en manifestar su desacuerdo. La realidad es más interesante que las frustraciones de los adultos.
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