María José Navarro

Asco

La otra mañana (sí, han leído bien) intentaron violar a la hija de una amiga mía en el Barrio de Hortaleza de Madrid. La biblioteca de ese distrito está situada en medio de un parque, cerca de un gran supermercado. A las once y media de la mañana, a plena luz del día, dos tipos abordaron a la chica. Tuvo la suerte de que, pasado el rato más cruel de su vida, una pareja de la edad de sus padres se percató del asunto mientras transitaba por la zona y le echó un cable. Les ahorro los detalles aunque quizá no debería. Les cuento sólo que hubo de ser intervenida de un ojo por los golpes que recibió. Y paro ahí, aunque quizá no debería. Quizá algún día les cuente también el periplo por comisarías, centros de asistencia, salas de espera, contando siempre lo mismo, la misma escena, el mismo dolor. Quizá algún día también pueda contarles que ella ya no tiene sentimiento de culpa, eso tan femenino y tan atávico que llevamos en el ADN las tías. Porque ella se siente culpable. Culpable de llevar un pantaloncito corto. Se preguntarán Vds, también a qué viene todo esto, y tendrán razón en recriminármelo, y seguramente me afearán mezclar churras con merinas. Contemplo las imágenes de una chica sonriente con la camiseta subida, manoseada por una turba de jovencitos el día del chupinazo de San Fermín. Contemplo además las de una reportera de televisión a la que hace unos años un tipo besó en plena conexión y a la que desde el plató central se llamó la atención por provocar. No es lo mismo, dirán Vd.; es una feminista rancia, pensarán otros. Allá Vds. y lo que quieran para sus hijas.