Ángela Vallvey

Ayer

Ayer, mi pequeña familia disfuncional y yo celebramos la Primera Comunión de mi sobrino Álvaro. En un pueblo de la España real y soberana, en un país que se ha apretado tanto el cinturón que la sangre no le llega al cerebro mientras sigue haciendo lo que puede por tirar del carro de los niños, las deudas, la necesidad de llenar la nevera y pagar las facturas pendientes. La que no desea ni aspira a poseer cargos de campanillas ni a ejercer un caducifolio poder por el que otros sacan el hacha real o metafórica; la que educa a sus hijos como gente de bien, en la honradez y el compromiso con principios éticos universales, sólidos y admirables. El cura que oficiaba era un joven que fue piloto hasta que se estrelló, sobrevivió y decidió consagrarse al sacerdocio. Desde su púlpito mandaba callar enronquecido a las ruidosas familias cargadas de cámaras de vídeo, «smartphones» y bebés porque –se lamentaba– si no se hacía un respetuoso silencio, se vería obligado a colgar un cartel a la entrada que dijera «Cafetería La Iglesia». Los críos que se aprestaban a comulgar por primera vez iban vestidos de marinerito (como mi sobrino, con el guapo subido), de pequeñas princesas o de señores mayores. Dieron las gracias cada uno por lo que más les importaba. Uno expresó agradecimiento por tener una familia que lo amaba y cuidaba de él. Otra porque el mundo está lleno de niños y de animales... Un chiquillo dio gracias emocionado por no tener que ser él mismo quien pagase el recibo del gas y de la luz (y en la iglesia resonó una entusiasta carcajada general)...

Ésa es la España que me gusta. La trabajadora, la del buen humor, la noble y sensata. La que merece ser próspera y vivir en paz.