Ángela Vallvey

Benedicto XVI

Benedicto XVI
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Uno de los acontecimientos más extraordinarios a los que asistiré en mi vida es la renuncia del Papa Benedicto XVI. Papa que ha sido pasto de las críticas más crueles e injustas por parte de ese anticlericalismo cegarra que tira piedras de molino contra su propio tejado sin pararse a reconocer que los mejores logros de Occidente tienen su origen en la cultura judeo-cristiana que ha hecho posible la libertad política, la Declaración de los Derechos Humanos o el alumbramiento de la Democracia. Benedicto XVI ha sido un Papa muy distinto a su predecesor. Juan Pablo II era guapo, de porte distinguido, y fotogénico –además de santo y todo eso, claro–, un Papa que fue incluso actor en su juventud, que sabía enamorar y transmitir poderosas emociones sin necesidad de hablar siquiera, mientras que Benedicto XVI es un «pobre» intelectual acostumbrado, simplemente, a pensar y a rezar. Benedicto nunca estuvo cómodo siendo el centro de atención. Miraba de lado, confundido, como tratando de ocultarse de los innumerables ojos humanos que lo vigilaban, y por eso salía mal en las fotos, tan importantes hoy a la hora de generar mitología, ideología y opinión. Y, sin embargo, ha sido él, Benedicto XVI, el tímido, el estudioso, el buen alemán íntegro y escrupuloso, el único que se ha atrevido a levantar la alfombra que cubría las vergüenzas de la Iglesia católica: los sacerdotes pederastas, la banca corrompida... La Iglesia católica aloja a tantos pederastas en su seno quizás porque, tradicionalmente, sólo ella ha sido capaz de perdonar a las «peores ovejas descarriadas». Incluidos los homosexuales, que antaño eran injustamente despreciados. O los pederastas, menospreciados antes y ahora, en justicia... Benedicto se va porque es viejo y, seguramente, porque ha perdido la batalla contra la corrupción, contra las mafias del poder. Qué lástima.