Ángela Vallvey

Camareros

Es obvio que España carece de riquezas naturales como mares de petróleo que permitan a cada españolito recibir una pensión mensual de dos mil euros por tocarse las gónadas, al estilo Golfo (Golfo Pérsico, digo), o minas de oro romanas, lo bastante provistas, que puedan arreglar el problemón de la deuda. Pero tenemos el turismo. Cuando una se atreve a decir en voz alta que una riqueza con la que sí puede contar España es el turismo, recibe un aluvión de críticas de esas de meñique estirado y nariz arrugada: «¡Ni hablar!, ¡España no puede ser solamente un país de camareros!», como si la industria turística se redujera a crear empleos que consisten en servir tapas y cañas fresquitas, oficio por otro lado muy digno que yo también he ejercido sin que se me cayeran los invisibles anillos de la tontería que a tanta gente coartan. El turismo es una industria que, con la inestimable ayuda del sol, promueve una riqueza que, al contrario de los pozos de petróleo y las minas de oro, no se agota con facilidad. Decía Saint-Lambert que para que los trabajadores vivan con suficiencia es necesario que sean laboriosos, para que sean laboriosos es necesario que posean la esperanza de que su trabajo les procurará un estado agradable, y que por supuesto también es necesario que tengan el «deseo» de vivir así. Advertía que hay pueblos que se precipitan al «descorazonamiento» y se contentan fácilmente con lo básico para sobrevivir «así como los habitantes de los parajes fértiles en los que la naturaleza todo lo da, y en los que todo languidece (...)» («La Enciclopedia»).

La industria del turismo es el oro de España, que puede evitarnos languidecer «ad nauseam». Y tampoco es como para avergonzarse de que así sea. Ya quisieran muchos. Digo yo.