Tenis

Alfonso Ussía

Celia y el tenis

La Razón
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La concejal de Cultura y Placas del Ayuntamiento de Madrid, Celia Mayer –no confundir con Celia Gámez–, acompañó a la alcaldesa Carmena a la Caja Mágica para presenciar la final del Másters 1000 de Tenis. Por lógica y cortesía ocuparon asientos en el palco principal, el de Ion Tiriac y Manolo Santana. Manuela Carmena, que tiene más conchas que un galápago, pareció disfrutar del gran espectáculo deportivo que protagonizaron Djokovic y Murray. Se mostró sonriente, atenta y dicharachera. Todo lo contrario que Celia Gámez –no confundir con Celia Mayer–, que siguió la final con una expresión de hastío, aburrimiento y repulsa de muy complicada superación.

No tenía motivos. La final fue extraordinaria. El ambiente, sensacional, y su ubicación, la mejor de la Caja Mágica. Otra cosa es que la concejal no sea aficionada al tenis por considerarlo exclusivo y clasista. Ahí, en su palco, estaba Manolo Santana, al que podría haber preguntado por la exclusividad y clasismo del tenis. Manolo empezó de recogepelotas y terminó triunfando en Wimbledon, Roland Garros y Forest Hill, que así se llamaba entonces el «Grand Slam» neoyorquino. El Alfonso Escámez del tenis. Porque Escámez no inició su carrera bancaria de recogepelotas, pero sí de botones de la sucursal del Banco Central de Águilas, Murcia, y se jubiló siendo presidente del Banco.

Doña Celia estaba ofendida. Tampoco tenía motivos para ello. Ese pijerío tenístico, del que tanto recela y con tanta intensidad aborrece, se mostró amable y educado con ella. Podrían haberle dicho cuatro verdades, pero la buena educación prevaleció. El público acudió y llenó la Caja Mágica para ver un buen partido de tenis, no a una nefasta concejal. Pocos repararon en ella y en su expresión de mal acontecer hepático. Ni una sonrisa en toda la tarde, y escasa inclinación al aplauso. Se sentía rodeada de enemigos, cuando los supuestos enemigos pasaron absolutamente de ella. Mientras Djokovic y Murray jugaban al tenis como los dioses, la edil se fijaba en los ocupantes de los palcos cercanos. Y cada vez que su mirada se topaba con una rubia, el hígado le propinaba una patada. Ignoro qué tiene la izquierda estalinista contra las rubias, y más aún cuando la juez canaria Rosell forma parte de la pandilla. Lo decía Santiago Amón de un escritor muy bajito que ponía a caer de un burro al gran Miguel Delibes.

–No le tiene manía por lo bien que escribe. Lo que le molesta es que Delibes es mucho más alto que él–. El ser humano, que es una caja de sorpresas, como repetía constantemente Manolita Chen.

La vida depara muchos encuentros inesperados. Entra dentro de lo posible que un día doña Celia experimente el intento de seducción de un apuesto varón. En tal caso, le recomiendo al apuesto varón que no la lleve a un partido de tenis. El apuesto varón está obligado, si desea triunfar, a borrar todo lo que tenga que ver con el tenis de su agenda. La bellísima Dulce Blázquez Papiolas –a la que conocí en San Sebastián–, hizo enloquecer de amor al joven conde de Lirioblanco.

Dulce, como su nombre indica, lo era en todas sus manifestaciones excepto en un rasgo. Nada le irritaba más que las regatas de traineras. Y el conde de Lirioblanco, el primer domingo de septiembre, invitó a Dulce a embarcar en su fuera-borda, «La Estrellita de Easo». Ella creía que para pasear, bañarse en la bahía y proceder a la conculcación del Sexto Mandamiento. Pero no. El proyecto de Lirioblanco se ceñía a seguir con entusiasmo el desarrollo de las regatas de traineras, y ella, en un arranque de indignación –como el de doña Celia en el tenis–, le pidió que le devolviera el rosario de su madre y se quedara con todo lo demás. Una historia tristísima que viene a cuento.

Tome nota el probable apuesto varón. El tenis, prohibido.