Ángela Vallvey

Cerebros

La Razón
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Será sólo una manera de hablar, pero me disgusta oír: «El ‘‘cerebro’’ del atentado ha sido Fulanazo de Tal...». Calificar a los productores de un golpe terrorista como «autores intelectuales» supone otorgarles calidad de pensadores, ingeniosos, cultivados..., incluso cuando no puede haber nadie más alejado de la condición de estudioso, de «cerebro», que un cretino chiflado que concentra todos sus desvelos en hacer daño a sus semejantes inocentes. Por el contrario, siendo generosos habría que catalogar a tales badulaques pérfidos en alguna de las amplias y acogedoras jerarquías de la estupidez moral, en los grados de la voluntad viciosa y corrompida, en la fenomenología de la asnada maligna...

Un pelele embrutecido que tiene muchas menos luces que el artefacto con que se hace estallar –buena prueba de cantamañanez energúmena–, no puede ser listo. Equiparar maldad e inteligencia es una analogía que genera fascinación por el mal. Transmite la falsa idea de que los asesinos locos no están obnubilados, ni son ignorantes, sino que obedecen a una lógica intelectual que obtiene atronadores resultados, acordes con sus propósitos: esto es, que consiguen llevar a cabo sus matanzas porque son sagaces, están preparados y son valientes. En un mundo donde el manejo de la propaganda es de importancia principal, usar este lenguaje conlleva otorgar recursos, proveer de admiradores, satisfacer las metas de quienes, precisamente, ponen todo su empeño en asesinar gente buena.

Cuando las palabras se empapuzan de estupidez, hay riesgo de que la idiotez se convierta en estructural y termine siendo un antagonista más contra el que luchar.

El lenguaje también trabaja. Hay que cuidarlo. Quizás esto sea mucho pedir en unos tiempos en los que escribir mensajes de texto en el móvil sin faltas de ortografía es visto como una actividad sospechosa. Pero es importante mantener el decoro, en todos los sentidos. La dignidad siempre resulta redentora. El lenguaje nos salva, si no de ser masacrados, sí al menos de hacer el ridículo. Cierto pudor lingüístico se lo debemos a las víctimas de los mal llamados «cerebros» del terror. A todos los que ya no pueden hablar por culpa de la demencia de maníacos a quienes, con nuestro lenguaje, concedemos una materia gris de la que carecen.

Por eso, cuando escuchamos a menudo hablar de «los cerebros del atentado», de los terroristas que diseñan carnicerías, habría que escandalizarse y quejarse en voz alta, diciendo: «¡Serán más bien ‘‘los descerebrados’’ del atentado!...».