Cristina López Schlichting

Chistes sobre Franco

La Razón
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Uno de los más abyectos ataques contra la transición es difundir que fue hija del miedo. Que Carrillo, por ejemplo, aceptó la Monarquía obligado por el temor. Que España podría haber sido «más libre» de lo que eligió ser. Supongo que son comentarios de cobardes, ya se sabe... «el ladrón piensa que todos son de su condición». Es muy duro que los nietos cuestionen los logros de los abuelos, pero aún lo es más si los resultados siguen presentes con éxito. Que España haya vivido tanto tiempo en paz y que el modelo democrático funcione como regulador de la vida en común no debe darse por supuesto. Lo malo de las cosas que funcionan es que a veces no son tan estruendosas como el caos.

Los cambios políticos fueron posibles en España, no por miedo, sino por una valentía social. De hecho, no los hicieron Suárez, ni Carrillo, ni el Rey, ni Tarancón. Al menos no principalmente. Ellos sólo labraron (y ya fue mucho) la fórmula política, bastante copiada del Grundgesetz alemán. Pero las transformaciones culturales y sociales que permitieron la reforma política los hicieron nuestros padres. Desde 1959, tras la llegada de Eisenhower, protagonizaron una evolución imparable, que dejó a Franco en el pasado histórico mucho antes de su muerte.

Esta modificación, este salto adelante, lo hicieron por ejemplo las mujeres que se lanzaron al bañador, a la vista del biquini de las primeras turistas. Las familias que emigraron a las ciudades e invirtieron en el primer pisito y el 600. Los telespectadores que devoraban «La casa de la Pradera», «Starky y Hutch» o «Colombo» porque se identificaban con las libertades occidentales. Eurovisión fue una verdadera ventana al continente. El Concilio Vaticano II un soplo de aire fresco, los periódicos –cada vez más desafiantes frente a la censura– una batalla de las letras frente al poder.

Cuando en 1977 y 78 se escriben y se garantizan –blanco sobre negro– los derechos de expresión, reunión, manifestación; la libertad de prensa y religión; las autonomías o la igualdad, ya esos derechos eran obvios, ya era imposible imaginar un futuro sin sindicatos, sin partidos, sin mujeres liberadas, sin ideas plurales. Ya lo justo se había abierto paso frente a lo obligatorio. Y, muerto Franco, se hizo oficial una luz que brillaba antes. Los políticos de la transición se hicieron tales con sus viajes al extranjero, sus lecturas audaces, su creatividad. Franco no era más que una guinda maltrecha de un pastel moderno cuando falleció. Y así, las nuevas leyes, el final de las antiguas Cortes, fueron gestos tranquilos de una sociedad madura y tolerante, muy alejada de los espectros de 1936.

No, nadie obligó a Carrillo a nada. Fue él quien regresó del exilio a una sociedad moderna, lista para la democracia, para las elecciones cuyo aniversario celebramos ahora. No nos arroguemos los soberbios jóvenes los méritos de nuestros mayores. Y mucho menos pretendamos enmendar lo que ellos hicieron estupendamente. Puede que, en las circunstancias del pasado, no hubiésemos hecho ni un mal chiste sobre Franco.