Ángela Vallvey

Condenados

Antaño en España la única alemana famosa era Gunilla Von Bismarck, bisnieta del canciller idem, célebre por no darle un palo al agua y haber necesitado trasladarse a Marbella para ejercer tal menester. Por entonces, el mensaje que nos venía de Alemania era –junto a la imagen de esta guapísima señora rubia, con un precioso bronceado de color naranja– que en esta vida uno podía pasar sin trabajar. Desde entonces, hemos aprendido que «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma», como decía San Pablo en aquella Epístola a los Tesalonicenses, que debían de ser un poco como los españoles, necesitados de epístolas. O como los rusos, que en un congreso de los soviets (1918) declararon «el trabajo obligatorio para todos los ciudadanos de la República, proclamando el principio: Quien no trabaja, no come» (queda claro que los soviets habían leído a San Pablo, pues no se puede afirmar lo mismo a la viceversa).

Antes, cuando había problemas, se devaluaba la añorada peseta, y apenas nos dábamos cuenta de que éramos más pobres; ahora que la moneda no se puede devaluar porque no es nuestra, nos meten la mano directamente en el bolsillo y se nota bastante. Sometidos a esta devaluación directa, los españoles hemos espabilado y aprendido a salir adelante con dolor y trabajo (el que lo encuentra). La espléndida Gunilla, que nunca necesitó vivir del fruto de su trabajo, ha sido sustituida en el papel rosáceo por los elementos procesados (y condenados un poquitín) en el «caso Malaya». Convictos con el cutis de un bolso de Louis Vuitton, que desayunan cigalas con «whiskey sour», lucen kilos de oro y cuelgan Picassos en el cuarto de baño. Ellos tampoco saben ni sabrán –al contrario que el resto de los españoles– lo que es el dolor y el trabajo.