Alfonso Ussía

De la cofradía

La Razón
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He leído por ahí, en una red que no garantiza la veracidad de sus noticias, que Donald Trump es de la Cofradía del Puño, lo que se dice un tacaño. Esos signos tan abigarrados en su horrible firma pueden ser indicativos, pero no bastan. El tacaño lo es también contra uno mismo, y no encaja el derroche dorado y hortera de Trump con la tacañería. En el Madrid de los cincuenta, los tres grandes tacaños que se movían por la Villa y Corte eran personajes de tronío. Un torero, un escultor y un escritor. Domingo Ortega, Sebastián Miranda y Antonio Díaz-Cañabate. Viajó Miranda a Nueva York donde exponía sus últimas obras. Y Domingo Ortega le llamó desde Madrid para interesarse por el éxito de la exposición. Ortega, que era seco y conciso como su manera de torear, estaba hablador y muy preguntón aquella tarde. Y Sebastián Miranda se lo recordó a los diez minutos de charla. –Domingo, cuelga ya que la conferencia te está costando un dineral–; –no, Sebastián, te está costando un dineral a ti, porque te estoy llamando desde tu casa–. A don Sebastián, casi le da un patatús. Acompañé a mi querido Vicente Zabala Portolés, crítico taurino de ABC y gran amigo a pesar de su parcial antiordoñismo a una corrida de la Feria de San Isidro. Llegamos pronto a Las Ventas y Domingo Ortega nos animó a compartir «unas fantas» con él. Se disponía a pagar cuando me adelanté. La bronca de Zabala fue de órdago. –Te has cargado un hecho histórico. Que Domingo Ortega pague una Fanta. No ha pagado una Fanta en su vida, y cuando lo iba a hacer, llegas tú y fastidias el acontecimiento–. Jamás me habían regañado tanto por pagar una consumición.

El tacaño, aunque sea multimillonario, disfruta con su roña. Y Trump lo hace con sus dorados, que cuestan un congo. Llegó a Madrid el Padre Ignacio Muguiro, un santo que dedicó su vida a las misiones en el Perú. Mediados del decenio de los setenta. Un banquero de sobrada fortuna y devoción medida, llamó al misionero jesuíta para que éste lo visitara en su despacho. –Me he enterado de su maravillosa labor y quiero ayudarle con un donativo–. El padre Ignacio, que había perdido las referencias de las líneas de autobuses de Madrid, se subió a un taxi para llegar con puntualidad a la cita. El banquero estuvo extremadamente cariñoso y elogioso. Y al final, le dio un sobre cerrado. No voluminoso, pero un sobre cerrado que hacía intuir la custodia de un talón bancario. Volvió a casa en taxi, y allí abrió el sobre. Los taxis de ida y vuelta le habían costado 120 pesetas. En el sobre habitaba un billete sepia de 100 pesetas. La gran labor del Padre Muguiro se mantuvo vigorosa, pero sin depender del óbolo del banquero tacaño.

Se habla de un individuo que atesora una de las mayores fortunas de España. Cuando el verano llega, convida a un grupo de amigos a su barco. Y al alcanzar el barco una altura en la que se hace imposible lanzarse al agua en pos de la costa, reparte entre sus invitados toda suerte de productos químicos y paños para que le limpien y abrillanten la cubierta y los metales de la embarcación. –Los marineros salen muy caros y hay que pagarles la Seguridad Social–, comenta a modo de excusa. Y cuando arriban a un puerto turístico, pagan a escote la comida en el restaurante de moda. Un buen tacaño es el que consigue que sus víctimas no lo lancen al mar por babor o estribor. Y el de marras, vive feliz y contento. Era fumador empedernido. Lo tuvo que dejar. –¿Te lo ha ordenado el médico?–; –no, los impuestos sobre el tabaco–.

Los tacaños y avariciosos son felices. Hay gente bondadosa que los disculpa. –Pobres, no saben disfrutar de su dinero-. Yerran. Disfrutan una barbaridad del dinero que no se gastan. Y para mí, que Trump no es de esos, aunque su firma horrorosa de signos abigarrados merezca un análisis concienzudo y metódico.

Volveremos con los sórdidos, miserables y avaros, concediéndole a Trump el beneficio de la dorada duda. En menos de un mes, dirán que es marica.