Alfonso Ussía

De linces y...

La Razón
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La Guardia Civil, y en concreto el Seprona, ha calculado que sólo en Sierra Morena viven 200 ejemplares de lince ibérico. A ellos hay que añadir los naturales e introducidos en los Montes de Toledo, Sierra de San Pedro, Cazorla, Hornachuelos, norte de Sevilla y Doñana. Sin alcanzar los vanos optimismos, se puede afirmar que la maravillosa especie felina de España aumenta y se expande con normalidad. Y se preguntarán algunos. ¿Cómo ha sido posible semejante recuperación de una especie que estuvo al borde de su extinción? Ha sido posible gracias a las ayudas oficiales, del Estado y las Autonomías, al impagable esfuerzo del Seprona y a las inversiones, cuidados y generosidad de los propietarios de cotos de caza y a sus respectivas guarderías. Y creo que el número de linces en Sierra Morena ofrecido por la Guardia Civil se sujeta a una inteligente y medida prudencia. Son más. En el prodigioso rincón de Sierra Morena, en la Sierra de Andújar, que tengo la fortuna de frecuentar gracias a la hospitalidad de un amigo del alma, se calculan 15 ejemplares de lince, de los cuales sólo uno sufre la tortura del collar indicativo. He tenido la suerte de contemplar al lince en libertad. A prudente distancia, para no molestarlo, comiendo en soledad los mejores filetes de una pequeña gama. El lince mira y advierte. Después de cinco o seis generaciones de inmunidad, sabe que es intocable. Hay propietarios de cotos que han repoblado, sólo para el lince, sus dehesas y sierras de conejos. El conejo es para el lince lo que el caviar iraní para el yerno de Trump y Ramón Espinar. La delicia máxima. Sucede que el lince, tan inteligente en la sierra, es excesivamente confiado, hasta tonto, fuera de su cobijo montés. Las rotondas que distribuyen los caminos en las salidas de las autovías, han sido colonizadas por los conejos. Y el lince no mira a derecha e izquierda para cruzar la carretera. Mueren decenas de ellos todos los años por su arrogante seguridad. Pero ahí está, y los animalistas no lo reconocerán jamás. Ahí están porque existen las reservas naturales y los cotos de caza particulares, cuyos propietarios, a fondo perdido, han invertido para que el lince recupere su presencia en las sierras de España. Los malvados propietarios de cotos que permiten la caza de los padres de Bambi y de los simpáticos jabalíes, que al paso que vamos, los tendremos que alojar en nuestras casas con derecho a desayuno, comida, merienda y cena. Y sentados en la mesa, como Dios manda.

Vengo de Liébana. También en Asturias, Cantabria, León y la Montaña palentina, la recuperación del oso pardo ha sido notable. Tan notable, que se oculta con sabiduría el número de ejemplares para seguir recibiendo las ayudas estatales, autonómicas y europeas que han hecho posible su actual pujanza. Y en Liébana siempre surge la sombra del lobo. El lobo, que con sus famosos trucos y formidable capacidad didáctica nos regaló el inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente, se ha multiplicado de manera asombrosa en el norte de España. Duero arriba, con su correspondiente permiso, se puede cazar. Duero abajo, Europa lo prohíbe. Pero el lobo, en numerosas manadas, ya está en Segovia, en Ávila, en Guadalajara y en Madrid, en Somosierra y el Parque del Guadarrama. En el norte, los trámites administrativos para que los ganaderos obtengan las compensaciones económicas de los ataques del lobo funcionan con rapidez. Duero abajo, los ganaderos están desesperados. El lobo es la contradicción. Un animal portentoso y un insaciable predador que mata por instinto. El lobo aparece en la ficción como un perrito bueno y amable que es perseguido por el malvado ganadero, cuando en realidad y en ocasiones, sucede al revés. Pero el lobo siempre será el más admirado de nuestra fauna salvaje, y el menos querido por quienes viven de la ganadería. Habrá que buscar el equilibrio.

El lobo llegará, muy pronto, a Sierra Morena, de donde desapareció. Y todo volverá a ser como lo fue siempre, con muchas más reses y animales que antaño. Gracias a todos los que han invertido su trabajo, su preocupación, sus conocimientos científicos y su dinero, público y privado, en el empeño. Entre ellos, los malvados cazadores de Bambi y el conejito Tambor.