José Jiménez Lozano
Dramáticas migraciones
Las corrientes migratorias se han dado siempre en la historia, en busca de satisfacción de necesidades circunstanciales de grupos sociales, o movidas por las imágenes y fantasía de un Paraíso o Eldorado inexistentes; pero la mayor parte de las veces esas migraciones han sido forzadas en busca de mera subsistencia física y, todavía otras veces, huyendo de tiranos; y están, en fin, las migraciones producidas por hechos bélicos o como efectos colaterales de arreglos políticos, en nuestro tiempo de manera singular. Y siempre fue el emigrante una persona desasistida y continuamente desolada en tierra extraña, como la oración diaria personal del judío le recuerda que su padre era un arameo errante que fue esclavo en Egipto, y en ella se expresa una constante histórica, aunque sea de manera muy diversa.
Otro asunto es que, tal y como se presentan las cosas, este asunto de las migraciones es, en el caso de los países receptores de Europa y en esta hora precisamente, algo muy complejo y dramático. Sin ir más allá, dos inmensos desastres: el colonialismo y la descolonización, hecha a toda prisa por razones de presión política, como un mero abandono, han dejado a millones de gentes a la intemperie, y esos países del llamado Tercer Mundo se han empobrecido luego a un ritmo muy superior al que el Primer Mundo se ha enriquecido.
La realidad de las ayudas es, además, aleatoria. Poner un puñado de alimento en manos de un africano cuesta, a veces hoy, lo mismo que una espléndida comida en un restaurante parisino de lujo, y lo peor no sólo es que esa ayuda no resuelva mucho a corto y menos a largo plazo, sino que, una vez que llega a alguien, le puede ser arrebatada por un poderoso local, a quien nadie impedirá hacerlo, en países con difícil eficiencia legal.
En otro tiempo, los pueblos que vivían en torno a la frontera del Imperio romano bajaban a comer los dulces higos de las higueras de las preciosas villas romanas, pero estos otros pobrísimos emigrantes de hoy sueñan con el Paraíso que les ofrecen los contenedores de desechos de las ciudades occidentales, y no digamos el inimaginable lujo de las comidas y otras ayudas en vestido o refugios de las sociedades asistenciales occidentales. Y, desde luego, desean ardientemente los más duros trabajos que en Occidente resultan insoportables.
Sabemos, por otra parte, que gran parte de éstas migraciones son los efectos de disolución de débiles Estados en medio de la anarquía, que da lugar a regímenes de cuadrillas de bandoleros; pero hay políticos africanos y asiáticos muy lúcidos, que se muestran muy preocupados de la permisividad, casi anomia, de Occidente, que no es precisamente para África un ejemplo moral ni un elemento de cohesión con el que ellos puedan ayudarse a reconstruir sus propias sociedades.
Esto de la aldea global es algo muy bonito cuando se entiende por ello el juguete con que podemos enterarnos, más o menos, de lo que ha ocurrido hace unos momentos en Manchuria o en Madagascar, o que podemos ir hasta allí en unas cuantas horas, pero resulta algo más serio si nos percatamos de que en esta aldea global nuestra ocurren cosas terribles, como el tráfico de seres humanos y su trato como ganado, y ganado que hasta se deja morir o se mata.
No hay más que abrir los ojos para comprobar que el famoso progreso indefinido del Primer Mundo no es inmune a los desastres naturales, a veces provocados por la miseria misma y enfermedades terribles que parecían impensables, y llegan gentes del Tercer Mundo, lo mismo que allí se han enviado, a veces, industrias peligrosas en una especie de intercambio siniestro, aunque también ayudas. Y es obvio que esas migraciones son huidas de tiranos sangrientos con las que comercia una internacional de la delincuencia que parece moverse impunemente, al igual que los nuevos brutales señores de la guerra. Dos situaciones terribles, que Occidente no puede permitir, incluso porque ahí se juega su propio destino.
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