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Con su desaparición, Muhammad Ali ha prestado el último servicio al boxeo; deporte inexistente o residual en los medios españoles. Está postergado; pero sirve de carnaza si el KO traspasa los límites de la humanidad, el noqueado viaja de la lona al tanatorio o se queda tonto de tanto golpe. En la muerte del «más grande» ha habido desparrame general, hoy que la mesura no es virtud pues el catálogo de noticias lo elabora Twitter. Y no es el caso. Otro dato: en España, la actualidad pugilística se mudó hace unos días del gimnasio al Toro de la Vega, cuando unos boxeadores se ofrecieron a defender al morlaco de la turbamulta.

El último campeón del mundo español fue Javier Castillejo, heredero de Sang-chili, Legrá, Carrasco, Perico Fernández, Durán, Velázquez, «Uco» Lastra y López Bueno. Ahora despierta cierto interés Nicolás González, el púgil de La Cabrera, que ganó la semana pasada en Alcobendas el título Internacional del Consejo Mundial de Boxeo en la categoría de superligeros, pero el eco del éxito apenas ha llegado a Lozoyuela, el pueblo de al lado. Claro que Ali no era sólo el mejor boxeador, también fue un símbolo de su tiempo que, más allá del cuadrilátero, luchaba con idéntica determinación contra la desigualdad, el racismo y la xenofobia. Sacrificó, posiblemente, los mejores años de su carrera por una idea y por unos principios; no quiso ir a Vietnam ni para animar a la tropa. Y lo pagó. Después de los combates de Kinshasa, de Manila y de la batalla contra el párkinson lo elevaron a la categoría de héroe. De ahí, ahora, la cantidad de páginas y páginas reiterativas en honor del icono que se fue. La próxima noticia de boxeo, cuando a Tyson se le ocurra algo.