Ángela Vallvey

El «buen dictador»

Yo solía pensar que los dictadores y tiranos son malos, cuando no idiotas. Resultan infames, y esa percepción enturbia el juicio sobre sus figuras. ¿Quién es más ruin o aborrecible que aquel que inspira temor en su propio pueblo? Los tiranos ansían infundir respeto, pero terminan cosechando odio. Si bien no es posible despachar tan a la ligera el análisis de la figura del déspota: por lo general, posee una personalidad compleja que no carece de propiedades poco comunes en el alma humana. La estampa de Hugo Chávez, verbigracia, a muchos les parecía risible. No lo era en absoluto. Sus detractores lo llamaban el «Mico Mandante», pero las burlas no lograron desalojarlo del gobierno. Chávez tenía ese «algo» que permite al dictador aferrarse a su trono sin que el pueblo se subleve y lo derroque. Claro que, si Chávez era el agua, Maduro sólo es una jofaina, una simple palancana. No da la talla como dictador. Regar su país de sangre no lo transformará en Chávez, aunque podría convertirlo en un famoso carnicero. «Nihil violentum durabile», lo violento no perdura, sentenciaban los latinos. Castro también posee ese toque asombroso del «buen dictador» (disculpen la «contradictio in terminis»), junto con la ventaja de seguir vivo; quizás por eso a su hermanísimo Raúl no se le solivianta la muchedumbre. Cuando falte Fidel, ¿qué será del castrismo? Está demostrado que los «ismos», en la sección «Opresores de la historia», perecen junto a sus inventores. «Esto quiero y así lo mando, valga por razón mi voluntad», decía Juvenal. Táctica que servía para Chávez, o Fidel, no para otros. En ocasiones, un país acepta la voluntad de un tirano, en lugar de la razón necesaria, porque la mayoría se encuentra subyugada por un «líder» que cree profético o inspirado.

No es el caso de Maduro. Sospecho.