María José Navarro

El dilema

Mi tía Charo era una persona a la que le ocurrían cosas extraordinarias. Un día se quedó atrapada en una atracción de feria de esas que es una casa del terror de tres pisos. Fue a atizarle con la rebeca a un zombi, se le quedó enganchada al muerto en el cuello y en la pelea por recuperarla se cargó medio castillo. Cuando llegó abajo tuvo que dar otro viaje: de la risa se había hecho pis en el cochecito y le daba vergüenza bajar. Tenía, además, la capacidad de convertir cualquier situación de peligro en una gilipollez. Intentaron robarle dos tíos un golgante que llevaba al cuello. Ellos iban en una moto con un gancho y ella estaba en un paso de cebra. La joya salió despedida en sentido contrario a los cacos, pero mi tía no se dio ni cuenta porque en ese mismo instante mi prima rompía aguas del susto. Esa mujer magnífica tenía la sanísima costumbre de dar siempre limosna y creo que disfrutaba saltándose los consejos que ahora nos dan los alcaldes. «Con mi dinero hago lo que quiero». Ayer me acordé mucho de ella en la puerta del supermercado al que me acerco los sábados a hacer la compra semanal. Una señora rumana, de esas a las que el gobierno francés de izquierdas expulsa, abría la puerta a todo aquel que fuera cargado. Siempre está por ahí los sábados, ayudando a veces a las señoras mayores a sacar las bolsas. Siempre sonriente, siempre saludando. Y me he acordado mucho de mi tía, de los alcaldes y del gobierno francés de izquierdas porque hay un montón de gente malísima que le da dinero. Bendita gente malísima a la que aún le funcionan las tripas.