Francisco Nieva
El misterio de Antonio Gala
Tengo mucho que admirar y envidiar en mi compañero en letras. A Gala lo conocí a mi vuelta de Francia, en el año 1963. Pude asistir a su clamoroso estreno de «Los verdes campos del Edén». Pero con Antonio en persona me llevé una sorpresa de marca mayor. Su brillantez social era incomparable, tal que si hubiera paseado muchas veces, en amena conversación, por los jardines colgantes de Babilonia. Esto me dejaba estupefacto. Y no solo a mí. Parecía que continuamente estuviera haciendo «un papel». Pero, no. Era condición suya, inalterable y natural.
A veces parecía un ilustrado del Siglo de las Luces, muy de vuelta de todo. O también el espíritu de un antiguo emir oriental, cultísimo, mordaz y burlón. Cualquier comentario suyo suscitaba el estupor y la risa de los presentes: - «¿Sabéis lo que ha dicho Antonio Gala?». Los dichos de Gala eran tan recurrentes como un refrán. ¿Quién sabe cuáles son los misterios de la genética y los saltos en el tiempo que ésta pudiera efectuar? Antonio estaba como embrujado por un espíritu ancestral que se hubiera reencarnado en él, y que se expresaba con una sonriente y altanera seguridad, dotado de misteriosos poderes mediáticos, muy satisfecho y divertido de poner de nuevo los pies en el vasto salón del presente: «Aquí van a saber quién soy yo». En el Madrid achantado y asustadizo de Franco surtía un efecto perturbador.
Yo tenía cuatro años más que él y volvía de Francia e Italia sabiendo ya mucho teatro. Me había probado como escenógrafo de éxito en el Massimo de Palermo. Temporadas en las que trabajaban también en aquel centro Visconti y Zeffirelli, compañeros de programación –y enemigos íntimos los dos–, que algo tenían de común con Antonio Gala, pero sin su «duende» inmemorial, entre culterano y guasón.
Los dos paseábamos incansablemente por el viejo Madrid y yo le incitaba, encantado, a imaginar escenas y situaciones de teatro. Y no dejaba de pensar: - «Este chico es un caso raro. Hay algo en él, que parece venir de muy lejos, de un mundo que ya no es el suyo. Estoy hablando y paseando con un amable y juvenil espectro que habla y actúa dentro de él, entusiasmado con la novedad de volver a vivir de nuevo y a lucirse, epatar, sorprender y prosperar en el que, para él, es un desacostumbrado presente, que despierta su ironía y mordacidad».
La fama que alcanzara Antonio Gala puede que solo la conocieran Zorrilla o el torero Cúchares. El éxito del éxito es poder degustarlo con tan extrema plenitud durante algunos años, porque nada es eterno. Su imagen en televisión casi lo eleva a los altares. Se comentaba que los chicos de Córdoba venían a besarle la mano, como a un santo. La imagen de un joven sonriente y con bastón, que hablaba con la enjundia y facundia de un Alcibiades resucitado y puesto al día, era cosa de milagro en la televisión española. Hasta el portero de mi estudio me respetaba más desde que vio a Antonio Gala entrar varias veces en él.
Pero aquello no era «una pose». En el ápice de aquella fama, aunque las cosas le fueran mejor o peor, Antonio no cambiaba nunca, interiormente enderezado o recompuesto por el espíritu anacrónico que lo habitaba. Hasta padeciendo dolores espantosos –antes de una operación que le salvó la vida «por primera vez»–, se comportaba de la suerte, tal que un garboso condotiero –ya herido en mil batallas–, dicharachero y burlón. Era para creer en la inmortalidad del alma por vía genética, en la reencarnación. Para mí, éste ha sido siempre el misterio de Antonio Gala.
Cuando veo el famoso cuadro de Moreno Carbonero, El Príncipe de Viana, ese joven gótico y melancólico, con un hermoso perro fiel tendido a sus pies, recuerdo a Antonio Gala. Los perros y los príncipes siempre se llevan bien, porque estos saben con la mayor seguridad que son aquellos los más fieles amigos con los que se puede contar.
Ese fantasma superior y ancestral que habita Antonio Gala ha tenido una corte perruna de lo más profuso, que abona el jardín de su finca en Andalucía. Cuanto más príncipe se es, más se quiere a los perros, que nos consuelan de la vida, de todos los amores perdidos, del mundo y su venalidad.
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