Francisco Nieva

El misterio de José Hernández

España: un pasado gran imperio tan extenso y diverso como mal administrado, cruel y despiadado como cualquier otro. Pero de una plétora cultural impresionante. Nadie me lo puede negar. El imperio hispánico del arte es todavía una realidad. Una historia de las famas, en este panorama interminable, sería un monumento informativo apabullante. Claro que no me lo propongo. Sólo de unos cuantos artistas españoles, internacionalmente conocidos, que son mis amigos. Si antes me he ocupado de Antonio López, el sumo e inimitable pintor realista, José Hernández le iguala en aprecio como el sumo pintor surrealista, técnicamente por delante de la propia tendencia estilística, incluso de Dalí. Y es que la España clásica ya descubrió y practicó el surrealismo antes que André Bretón y sus entusiastas seguidores. El vernáculo «surrealismo español» arbola autoridades como Quevedo –«Los sueños»–, Goya –«Los caprichos»–, Valle Inclán –«Los esperpentos»–, las películas de Buñuel y la pintura de José Hernández. Esto es algo que también llevamos en la sangre.

Hernández es el fenómeno pictórico más opuesto a Antonio López, aunque no menos apreciado fuera del país. Opuesto porque en vez de nacer en el Tomelloso de posguerra, nace en el 44 del siglo XX, en el Tánger cosmopolita y libérrimo, en el que recalaba un impresionante desfile de artistas y escritores originales y rebeldes. Un halo de refinamiento y audacia creativa le rodea desde su infancia y adolescencia. Con un mentor al lado como Emilio Sainz de Soto, que había tratado familiarmente con «todo ese mundo» extravagante, brillante, pero también histérico y esnob. En lugar de nacer en La Mancha, nació como en esa tierra de nadie en la que hervía la libertad anticonvencional, tanto sexual como espiritual: drogatas, homosexuales, heterosexuales y otras variedades de hombre y mujer. Cosa de cine, «los modernos» en toda su salsa. Un buen contraste con la España franquista y resignada. Y no obstante, el surrealismo de José Hernández es el mayor ejemplo del surrealismo tenebrista español, el mismo de Quevedo, de Goya, de Valle y de Buñuel. La España negra se vuelve rutilante de fantasía y de imaginación tremebundas. La pintura que más impresionó al joven Hernández fue la Vanitas, de Valdés Leal. Y no sólo el tema sino la más depurada técnica pictórica en toda su amplitud, la misma que emplearan Alberto Durero, Leonardo, el Bosco, Brueghel... La novedad y el asombro vienen de aquí. ¿No es extremadamente chocante que un pintor de vanguardia se manifieste de este modo? Haciendo surrealismo tremebundo y poético, con idéntico preciosismo técnico que el de Patinir. Pero trastornando la perspectiva, la gravedad, la lógica y el tiempo. Todo bajo una misma luz intemporal, seca y dura, como testimonial delatora que no se pierde un solo detalle, equivalente a una disección clínica del misterio. También «Lo nunca visto».

¡Cuán diferentes pueden ser las famas de unos y otros! Aquellos mismos intelectuales y poetas –mis amigos– que renegaban de Antonio López dedicaron muy bellos poemas a los hallazgos inefables de José Hernández. Poemas de Carlos Bousoño, de Francisco Brines, de Claudio Rodríguez... y de otros. Por el contrario, la masa profana quedaba confundida, desorientada y algo asustada; aunque no la multitud de profesionales que le admiran, que tratan de seguir sus metódicas enseñanzas, con las que también se aprende a dibujar, grabar y pintar «como Dios manda». El perfeccionismo y la excelencia en sus dos vertientes, la realista y la fantástica.

Así como Antonio López se limita a la plástica pictórica y escultórica, como retenido por la intimidad del taller, Hernández, además de supremo grabador internacionalmente conocido, se abre a una versatilidad sin trabas como ilustrador, cartelista publicitario, rotulista, escenógrafo, figurinista... Es sorprendente que ese mundo privado y exclusivo, de fantasmas materializados, de insólitos climas de misterio poético y visionario, tenga aplicaciones tan diversas y en todas se distinga por la originalidad de su impacto. El vernáculo surrealismo español, tenebrista, quevedesco, goyesco, tiene como un epígono inapreciable en este polifacético y versátil artista de vanguardia. Una vanguardia clasicista que todo lo funde y lo confunde. No deja de ser curioso que dos pintores tan distintos tengan una misma raíz académica, una misma disciplina casi militar en la tradición que, sin embargo, se bifurca en el más decantado realismo y la más decantada fantasía. Con dos tipos de público y de seguidores distintos, pero comparables a juicio de los más «entendidos», críticos e historiadores del arte.

Pero he aquí a dos ingenios españoles que «se salen de madre», incomparables, inimitables, perfeccionistas e inquietantes por su capacidad de asombro. Y que parecen la palma y el dorso de una misma mano. Para que nada nos falte, también las dos Españas del Arte.