Manuel Coma
El reto de un país ingobernable
No es como para arrendarle la ganancia al reelegido presidente norteamericano. Los desafíos con los que tiene que enfrentarse son de los que tiran para atrás y no es exageración decir que el país se haya en una encrucijada histórica en la que, básicamente, lo ha metido el propio Barack Obama. La crisis económica es la más grave desde la de 1929 y es injusto considerarla sólo como una mala herencia de la administración Bush. Los demócratas, desde la oposición, tuvieron una gran responsabilidad en fraguar la decisiva crisis de las hipotecas basura, que hicieron reventar el sistema financiero, y a aquellas demagogias de convertir de la noche a la mañana en propietarios a quienes no podían pagar, no sólo no se opuso el entonces senador en la legislatura estatal de Illinois, sino que colaboró activamente en que fraguara. Una vez en instalado en la Casa Blanca hizo suya la frase de su jefe de gabinete Rahm Emanuel, ahora alcalde de Chicago, según la cual una buena crisis es una oportunidad que no hay que desaprovechar. Obama venía a detener la subida de los océanos y a transformar el país y, de paso, el mundo. Solucionar la economía no era su prioridad, sino una oportunidad que había que aprovecharla.
En todo caso, su fórmula era la keynesiana de la izquierda europea, inyectar dinero recién fabricado, distribuyéndolo ante todo entre las grandes clientelas electorales, lo cual crea empleos en su mayor parte efímeros y hace más penosa y lenta la salida de los apuros. Sus prioridades eran una reforma de la Sanidad que incrementa el control del Estado sobre la economía, así como sus gastos, una lucha contra las emisiones de CO2 que amenaza la competitividad de las empresas y un frenazo de la extracción de hidrocarburos a favor de tecnologías futuristas con elevadas inversiones de recursos, también por crear.
La crisis, sus métodos para combatirla y sus grandiosos objetivos, de los que sólo la Sanidad se ha convertido en ley, han llevado a triplicar el déficit y la deuda. Esa es la situación con la que lidiará en los próximos años Barack Obama.
De entrada, pende sobre la cabeza del presidente demócrata una espada de Damocles de absoluta urgencia, lo que Bernanke ha llamado «el precipicio fiscal»: si a 31 de diciembre no ha habido un nuevo acuerdo con los republicanos, el 1 de enero deberían producirse recortes de un billón de dólares y altas subidas de impuestos. Obama, que se negó al compromiso, tendrá que gestionar una encrucijada que no ha sabido desenredar hasta hoy. Si la economía cae por ese precipicio, se calcula que perderá un 5% de PIB. Aunque el presidente no ha dicho lo que hará, no puede ser menos que ganar tiempo y aplazar soluciones.
Más allá de esta perentoria inmediatez que las campañas han metido bajo la alfombra, el clamor general exige equilibrar las cuentas y crear empleo. A esas demandas no son ajenos muchos demócratas que han votado a Obama por fidelidad al partido o por amor a su ídolo, aunque no estén contentos con su gestión económica. Obama promete hacerlo, porque al final de la campaña ha girado hacia el centro a por la pequeña pero, como se ha comprobado, decisiva minoría de indecisos, pero no hay nada en su personalidad y en su historial que le preste credibilidad a sus promesas. Lo que de él cabe esperar es más de lo mismo, no ya en sentido continuista, sino francamente intensificador, desde el momento en que no tiene que presentarse a una reelección.
Queda un pequeño recuerdo al mundo, tarea esencial de un presidente americano. Obama ha dado, declarativamente pero también algo más, un giro estratégico hacia Asia, lo que suponen la aspiración a distanciarse de Oriente Medio. El giro propone controlar la expansión de China y convencerla de que no lo haga agresivamente. Oriente Medio no va a dejarse olvidar y el giro asiático supone un componente de fuerza militar en el que Obama no está dispuesto a invertir.
* Manuel Coma es Presidente del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES)
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