Manuel Coma
El verano del 14
Los muertos de la inicialmente llamada Gran Guerra se contabilizan de muchas maneras, con resultados muy dispares, pero en todo caso muy por debajo de los 50 millones de la Segunda Guerra Mundial, si no les sumamos los de la catastrófica gripe española de 1918-19. Sin embargo, existe un amplio consenso en considerar la del 14 como el desastre de mayores consecuencias del S. XX, sobre todo porque está en la raíz de muchos de los que vinieron a continuación, incluida, sólo 20 años después, la guerra mucho más mundial, que pasó a numerarse como segunda. Destruyó, en gran medida, la civilización europea del XIX, el siglo menos bélico desde la época de Augusto, tanto que, para su propio infortunio, llegó a considerar la paz como la condición natural en las relaciones entre estados civilizados y, por tanto, aparecía relativamente superada la violencia armada. Grave ilusión. El siglo XIX había sido el fruto de los estertores revolucionarios de finales del XVIII y las guerras del imperialismo napoleónico de su comienzo. Las grandes potencias supieron extraer algunas lecciones pertinentes y crear estructuras diplomáticas que contuviesen el recurso a las armas. Sólo la de Crimea, en el centro del siglo, enfrentó a varios de los grandes, aunque la progresiva descomposición del Imperio otomano bajo la presión del nacionalismo de la Europa suroriental las tuvo siempre en vilo. El nacionalismo en Italia y Alemania fue el factor de perturbación.
En el verano de 1914 había «cansancio de paz». En la última década se habían sucedido dos crisis internacionales en torno a Marruecos y tres balcánicas. Muchos europeos deseaban acabar de una vez por todas con aquella tensión renovada cada poco tiempo. Todos creían que era cosa de semanas. Los soldados que en París se subían a los trenes que los llevaban al frente se despedían eufóricos hasta Navidades. Fueron las de cuatro años después, para los que pudieron volver, tras las carnicerías en las que las líneas sólo se movían unos kilómetros a costa de cientos de miles de vidas.La guerra, en su lado occidental, es decir, el norte de Francia, no se pareció a nada de lo que se esperaba. Lo que iban a ser furiosas y fulgurantes ofensivas se convirtieron en trincheras desesperantemente inmóviles. Saltar al ataque suponía enfrentarse a una implacable segadora de vidas que se había inventado ya en 1885: la ametralladora. Nunca fue más cierto que los generales tuvieron que reaprender su oficio y les llevó años.
Los políticos tampoco se lucieron. Nadie había calculado las consecuencias. Avezados diplomáticos no supieron evitarla y, menos, ponerle fin a partir del momento en que la situación se reveló más o menos como de mortífero equilibrio, en que ninguna parte conseguía avances significativos frente a la otra. La tardía entrada de EE UU en abril del 17 inclinó decisivamente la balanza hacia los aliados. La cosa no fue mejor en el diseño de la paz, la que lleva el nombre genérico de Versalles, donde se firmó el tratado con Alemania.
Como estamos en el centenario del comienzo y nos quedan por delante cuatro años para desmenuzar su desarrollo, las buenas editoriales han hecho una gran esfuerzo y los escaparates de las librerías de calidad están llenas de traducciones de magníficas obras sobre esos orígenes. España no participó y nuestra historiografía no tiene potencia para hacer investigación sobre fenómenos foráneos. Con todo han aparecido obras de síntesis y cabe destacar la de Emilio Campmany –en papel y digital, en español y en inglés–, sumamente curiosa por su original enfoque. Los prolegómenos de la guerra es uno de los episodios mejor documentados de la historia. Por entonces, la actividad diplomática generaba largos y minuciosos informes y detalladas minutas de todas las conversaciones. Todos han sido publicados, así como gran número de memorias de los protagonistas. Sobre ese material se han hecho miles de estudios. En «Verano del 14. Una crónica diplomática», Campmany reconstruye día a día, siguiendo las fuentes, a veces de forma literal, los encuentros entre responsables, desde el 28 de junio, asesinato en Sarajevo del heredero austro-húngaro, hasta que truenan «los cañones de agosto». No es historia novelada. Los diálogos son sólo muy ligeramente ficticios. Busca dar vida a los documentos, no reconstruir las emociones. Pero se adivinan.
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