Polémica por las armas

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Después del festival de sangre, más allá del crimen, hay quien denuncia el clamor selvático, el grito del caníbal. Temen que la jauría, galvanizada por la insoportable contemplación de las víctimas, reclame patíbulos, garrote, guillotinas. Pero en esto y casi todo cada cual cacarea según viene y conviene. Así, los mismos que en España exigen templanza, horrorizados por la posibilidad de que la ira devore el seso de los legisladores, aplauden que en EE UU los jóvenes reclamen restricciones a la enmienda maldita. La Segunda. La que permite acumular arsenales como si no hubiera un mañana. Como si fuéramos reclutas de una falange paramilitar en una película de serie C o peor. Los estudiantes que piden restringir la venta y posesión de armas, al cabo, solicitan una legislación al rojo. No hay otra. Los tiroteos abundan. Son miles los niños y jóvenes asesinados por arma de fuego desde la Masacre de Sandy Hook, en diciembre de 2012. Cuando un chalado irrumpió en una escuela y asesinó a 27 personas, incluyendo 20 niños de menos de 6 años a los que encontró por sus hipos y llantos y sacó de los pelos de debajo de los pupitres. Qué bien, la Segunda Enmienda. Qué bonito, el capricho de unos adultos consentidos en sus deseos más tóxicos. Qué heroica, la parla de un Trump que ha tardado apenas una semana en arrodillarse ante la Asociación Nacional del Rifle. Qué insulto a la inteligencia de cualquiera, el discurso de quienes cantan ufanos que las armas, al cabo objetos, no tienen la culpa. Que la cuestión es cómo y quién las usa. Lástima que no alcancen a exigir también la libre compra/venta de dinamita, ácido sulfúrico y polvos de ántrax. Si total. Por lo demás, y cómo casi no hay mes sin masacre, pretender que los cambios legales lleguen en días de tregua equivale a esperar el Big Crunch. De ahí que provoquen náuseas los serenos caballeros con sus consejas morales. Como si la vida no fuera un continuo legislar en caliente mientras aspiras a que los sentimientos no secuestren la razón. Mientras peleas para que el intelecto no eclipse la sucia panorámica y sus tristes detalles. Hasta donde sea posible la aprehensión del sufrimiento ajeno y la imprescindible, terapéutica reparación. Reparar. A las víctimas. De paso, protegernos. Qué cosas, ¿no?