Ángela Vallvey

Eurofobia

La primera vez que me sentí europea era niña. Al poco, desapareció por completo mi espabilada y precoz conciencia europea. Quizás a causa de la educación que recibí. Mejor dicho: de la «mala» educación, porque en España siempre se ha inoculado una cierta eurofobia. Aunque recobré la europeidad de manera inesperada al regresar de mi primer viaje a Asia. Fue aterrizar de vuelta en un aeropuerto del Viejo Continente y sentir un vergonzoso e irrefrenable impulso de besar el suelo agradecida, mientras lagrimeaba de emoción. Me daba igual que fuese tierra de Oslo o de París. El suelo europeo me pareció sagrado al llegar de Oriente –y lo digo yo, que soy una asiática atrapada en el cuerpo de una mujer occidental–... Fue ese día de vuelta a casa cuando redescubrí, no sin un rubor alarmante, la europeidad que anidaba en el fondo de mi corazón desde la tierna infancia. Fue la jornada en que descubrí Europa. Al hacerlo, me sentí más o menos como Colón al avistar América.

En «El paso hacia Europa», el historiador holandés Luuk van Middelaar, que le escribe los discursos al presidente Van Rompuy, dice que estamos descubriendo ahora, por primera vez, lo que supone ser europeos. Seguramente, lleva razón. La recesión, de efectos terribles sobre nuestras vidas, ha tenido al menos el valor de hacer que nos interesemos por nuestros vecinos, por los problemas de Grecia, las dificultades de Irlanda, la quita de Chipre... Ya no nos limitamos a mirar al resto de los europeos por encima del hombro. La moneda única, que tantos disgustos da, nos ha permitido contemplar a Europa –sus miserias, pero también sus incomparables ventajas– en un contexto globalizado. La gran tarea pendiente y conjunta de la educación europea es enseñar a sus ciudadanos a sentirse orgullosos de ser europeos.