Alfonso Ussía

Exhibición

La Razón
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La sensiblería animalista, esa nueva tendencia de la hipocresía, me resulta cada día que pasa más estomagante. No digiero tanta necedad reunida en la exhibición de la falsa bondad. Gentes que humillan a sus semejantes, que amenazan a quienes no comparten sus ideas, que no aceptan asumir que el asesinato de un ser humano con anterioridad a ver la luz es, como poco, un motivo de reflexión, nos acusan a quienes intentamos mantener el equilibrio entre la naturaleza, la vida y la muerte, de criminales. Ellos, los animalistas de carné y de voz amparada por la popularidad, se rasgan las vestiduras con la muerte del toro en la plaza, y respetan –por tratarse de una tradición cultural–, el gozo sangriento de los cabritos degollados por los alfanjes musulmanes. Ellos, lamentan –y yo les acompaño en el lamento–, el sacrificio gratuíto de animales mientras callan ante el atroz espectáculo de los homosexuales colgados de una grúa o lanzados al vacío por la Alianza de Civilizaciones. Ellos, califican de depredadores sin escrúpulos a los que cazan y cuidan la caza, a los que invierten su dinero en la mejora de las especies, a los que se juegan su fortuna multiplicando por cien las reses que antaño había y que hoy abundan gracias a su sacrificio, pero aún no han lamentado ni en privado la muerte de los inocentes asesinados por el islamismo en su amable sector terrorista. Ellos se proclaman los más buenos y civilizados del mundo mundial, pero no renuncian a una langosta cocida en vida, a la pechuga de una perdiz brava abatida por la escopeta de Cañamero, al solomillo de un toro que no ha conocido la maravillosa libertad de las dehesas o los prados abiertos o la deliciosa caricia que procuran en el sabor las crías de anguilas, las luchadoras angulas, que superan las redes de los pesqueros japoneses y entran en las rías de nuestras costas. Ellos, incapaces de tomar un café con quien no coincide con sus limitaciones, albergan en sus casas perros, gatos, serpientes, roedores y loros a los que tratan con el amor que no han regalado jamás a los niños. Y amo a los perros, menos a los gatos, nada a las serpientes y roedores y me aburren los loros, pero respetando sus características esenciales y especiales, me atrevo a opinar que ninguno alcanza la maravilla de la sonrisa de un pequeño ser humano. Sucede que querer a un niño es antiguo, que cuidar a un anciano es una pérdida de tiempo, y que defender la vida de un conejo silvestre garantiza la oportunidad de ser considerado parte fundamental del nuevo concepto de la bondad. Ya lo dijo, no hace mucho, Pablo Iglesias. «No me gustan ni los niños ni las viejas, y azotaría a Mariló Montero hasta la aparición de su sangre», pero sí le gustan los terneros y las vacas, y no puede soportar la hilera descendente de sangre del toro bravo en la suerte de banderillas. El mundo civilizado ha perdido el norte, oscureciendo la figura del hombre en beneficio del perfil del pato, el ciervo o el lobo. El animalista adora al lobo, pero en su caso se olvida de las ovejas que el lobo mata atendiendo a su instinto, que también son animales. Y por supuesto, no le concede ni un segundo de interés a la ruina del ganadero que de las ovejas vive. Y amo al lobo, a su belleza, a su arrogancia, a su libertad, pero intento comprender a unos y a otros, reclamando el mismo trato y parecida sensibilidad. De siempre he pensado que aquella tonadilla elemental y mendaz del cantante brasileño Roberto Carlos «Yo quisiera ser civilizado como los animales», resume la más tozuda inclinación a la estupidez. Que le digan a la anchoa que el atún y la gaviota son civilizados, y al impala que el león, y al ñu que cruza el río el cocodrilo, y al rayón el gran jabalí que no admite a otro en su territorio, y a la foca el oso polar. –Señora foca, ¿le molesta que el oso polar se la coma?–; –no me molesta porque soy consciente de que mi sacrificio favorecerá el porvenir y desarrollo de los pequeños y hambrientos oseznos–. Y los hay que se lo creen.

Cuando estos animalistas de pandereta no habían nacido, ya existían organizaciones en España entregadas a la defensa de los animales y al aumento de ejemplares de las especies silvestres. Entre otras la Sociedad Española de Ornitología, a la que pertenecí como anillador cuando no había cumplido los dieciséis años. Y sí, me gustan los toros, arte y cultura en movimiento, me gusta la caza y respeto a los limpios cazadores y a quienes han convertido España en un paraíso de la cinegética, y me gustan los niños y las viejas, a las que prefiero por cortesía llamar «ancianas». Sin niños y sin ancianas, el ser humano se extinguiría, y con ellos los exhibicionistas de la falsa bondad que deploran antes el motivo del lobo cuando aúlla que el llanto del niño cuando reclama la atención de un mayor.

Bambi, el Oso Yogui y el Rey León son también culpables de nuestra extralimitación sensiblera, de la pedante exhibición de la falsa bondad.