Política

José María Marco

Fiesta nacional en Cataluña

Fiesta nacional en Cataluña
Fiesta nacional en Cataluñalarazon

Por razones culturales y políticas propias de nuestro país, la celebración de la fiesta nacional, el 12 de octubre, no ha sido fácil desde la llegada de la democracia. La sola expresión «fiesta nacional» suscita malentendidos, recelos, miedos y ansiedades. Parece que es una cosa dedicada a la exaltación nacionalista y patriotera, algo retórico y desmedido... Más difícil aún resulta en Cataluña, donde la cultura oficial y los partidos políticos nacionales han hecho poco para contrarrestar el discurso, los argumentos y la propaganda nacionalista. El 12 de octubre parece en Cataluña algo casi subversivo, antisistema, algo que se hiciera contra la sociedad catalana y la idea misma de Cataluña.

No es así en absoluto, a menos, claro está, que aceptemos los presupuestos del nacionalismo. Como no tenemos por qué hacer eso, conviene recordar que el nacionalismo catalán surge, como todos los nacionalismos, muy a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. El nacionalismo aparece como respuesta y síntoma de una crisis espiritual, cultural, social y política muy profunda, y esta crisis atañe a la existencia misma de la nación liberal y constitucional, la misma nación que se había ido construyendo en buena parte de Europa, y en España, claro está, a lo largo del siglo XIX.

El nacionalismo parte de la premisa de que esa nación liberal, en trance entonces de democratizarse, ha fracasado. Por tanto, y para salvar la nación real –el pueblo, sus formas auténticas de vida– hay que acabar de una vez, y urgentemente, con la nación oficial: con el Parlamento, con el liberalismo, con los políticos y con la política. Los nacionalistas catalanes, que articulan disciplinadamente este discurso bien aprendido fuera, le dan sin embargo un giro. En virtud de este nuevo sesgo, oponen la Cataluña real y viva, dinámica y autónoma con respecto al Estado, a la España liberal representada en «Madrit»: la España atrasada y funcionarial, dedicada casi en exclusiva a parasitar a quienes son mejores que ella.

El fracaso y la degeneración de la España liberal traería aparejada, por tanto, la desaparición inminente de Cataluña. De ahí que Cataluña tuviera que salvarse. O bien tenía que independizarse –algo muy difícil, casi imposible–, o bien tenía que catalanizar España y embarcarse en un proyecto de orden imperialista, que consistía en liderar a los españoles y catalanizar España. En cualquier caso, y por mucho que estuvieran convencidos de la realidad de la nación catalana, los nacionalistas eran conscientes de que no eran más que una minoría. Necesitaban por tanto nacionalizar o catalanizar la sociedad catalana. Esto es tanto como infundir a todo el que viva en Cataluña la convicción de que pertenece a una sociedad muy superior a la española, por su grado de cultura, su desarrollo y su contextura moral.

Como es fácil de entender, este proyecto se enfrenta a dificultades sin cuento, que no atañen sólo a la visión de la sociedad catalana, sino a la de la sociedad «española». De aquí, efectivamente, procede una parte muy importante de la población de Cataluña dejando aparte otro tipo de relaciones, no menos íntimas. El proyecto es tan voluntarista, tan artificial podría decirse, que hoy, casi cuarenta años después de haberse puesto en marcha de manera oficial y sin obstáculos por parte de «Madrit» –más bien al contrario– no ha conseguido convencer más que al 49 por ciento de la población catalana, que es la que se considera sólo catalana o más catalana que española. La que se considera sólo española y más española que catalana está en el 48,6 por ciento y no española. Si se suman los que se consideran españoles y catalanes en grado diverso se alcanza el 62,6 por ciento de la población (Datos del Centre d’Opinió de la Generalitat de Cataluña).

Si eso ocurre en la percepción general, aún más relevante es la posición política, en la que según todas las encuestas, incluidas las elecciones, no crecen los votantes soberanistas. Todo indica, por tanto, que si la Constitución no lo impidiera y nos moviéramos en unos usos jurídicos y políticos más anglosajones –como los que han permitido los referéndums en Québec y en Cataluña–, los unionistas, o constitucionalistas, o simplemente españoles, saldrían ganando. Y no por poco. El espejismo de estos dos últimos años procede del silencio por parte de quienes deberían articular una posición nacional, de la debilidad política del centro nacionalista, que ha preferido la demagogia al largo plazo, y de la crisis económica, que ha permitido un revival de las tendencias populistas y nacionalistas propias de hace un siglo, y eso en toda Europa y con el mismo tono antinacional, antiliberal, antipolítico y antitolerante. Y es que el nacionalismo siempre es así. Su principal objetivo es acabar con la nación de los ciudadanos y de los derechos. Se dice moderno y es radicalmente antimoderno.

Por eso celebrar la fiesta nacional en Cataluña este año, y de aquí en adelante, no debe ser un gesto antinacionalista, ni puede ser, por su propia naturaleza, un gesto anticatalán. Al revés, es la celebración del éxito de la nación fundada y regida por los principios constitucionales, la nación incluyente, tolerante y abierta de todos. España, en una palabra.