Joaquín Marco

¿Generación de la Transición?

La muerte de Adolfo Suárez, sentida por la mayoría de los españoles, no ha significado una revisión del período que se conoce como «la Transición». Lo fue, en efecto, al pasar de un régimen autoritario a una democracia. Y el Rey y Suárez fueron el mascarón de proa del cambio de sistema político. Pero la Transición no hubiera sido posible sin el consenso popular y el ambiente agitado y propicio desde la etapa posfranquista ya en tiempos del general Franco. Algunos aluden a la «generación de la Transición», un método que cuenta con gran tradición historiográfica, aunque en su teoría resulte improcedente: las generaciones se suceden rítmicamente apuntadas por un hecho histórico: la del 68, la del 98, en el siglo antepasado, las del 14, la del 27, la del 36, la de los 50 etc. Aplicado preferentemente a la historia literaria o a la de las ideas puede adquirir también su designación en un hecho histórico relevante. El método es didácticamente provechoso, pero equívoco. El proceso de la Transición, por otra parte, no responde a un hecho factual, sino que es un proceso corto que ha permitido que España se incorporara al presente.

El consenso –un término muy en boga– permitió hacer los cambios no sin algunos quebrantos y más de un susto. Fue, sin embargo, una empresa intergeneracional. Participaron en ella gentes que ahora rondan los ochenta años más o menos. Pero jugaron un papel decisivo también hombres y mujeres que procedían del anterior régimen y quienes llegaban del exilio, como Santiago Carrillo. Los pactos se inscribieron en la ideología de un partido que se reclamaba centrista. El propio Suárez era consciente de que tal carácter significaba recibir palos desde las dos orillas del mismo. El propio Rey sabía que el proceso significaba, a corto plazo, la combustión de quien daba la cara. Había ocupado ya cargos relevantes y en 1965 fue designado director de programas de RTVE y poco después director de la Primera Cadena; en 1968, gobernador civil de Segovia y, de la mano de Fernando Herrero Tejedor, vicesecretario General del Movimiento y consejero nacional. Tras su dimisión el 12 de junio de 1975 es designado nuevamente en el primer gobierno de Arias Navarro y en julio de 1976 es nombrado presidente del Gobierno. La decisión real tuvo en cuenta este pasado para dinamitar el régimen desde dentro y, a la vez, aprovechar todo lo que podía tener de aprovechable.

Pero, tal vez, el acto que le granjeó mayores enemigos entre la clase militar de entonces fue la legalización del Partido Comunista el 9 de abril de 1977. Suárez intuyó que debía pactar con la izquierda y con los sindicatos para poder realizar las profundas transformaciones que iban a operarse. Tal vez, como algunos aseguran, ni el partido ni el propio presidente tenían muy definida la hoja de ruta ni el camino a seguir, lleno de dificultades de todo orden. Y las económicas no fueron las menos significativas. Es cierto que el período, sobre el que existe una muy abundante bibliografía, contiene todavía luces y sombras y sospechamos que algunos secretos tal vez nunca serán revelados. La rapidez de las operaciones apenas si nos deja aliento. El presidente sabe que cuanto haga debe hacerse rápidamente. Sin embargo, no cuenta con un partido cohesionado. El 15 de junio de 1977 gana con UCD (un conglomerado de diversas ideologías) las primeras elecciones democráticas, y el 25 de octubre se firman los tan celebrados y añorados «Pactos de la Moncloa». Las fuerzas sindicales no se mostraron reacias a colaborar en la afirmación democrática española. El 6 de diciembre de 1978 se aprueba por referéndum la Constitución y el 3 de abril de 1979, las primeras elecciones en el ámbito constitucional. El 29 de enero de 1981 presenta ya su dimisión como presidente del partido y del gobierno. Luego vino el 23 F, el intento de golpe de estado. Suárez lo esperaba para más tarde, pero Tejero se adelantó. No había sido el primer intento. Se dijo que durante algún tiempo Suárez dormía con una pistola bajo la almohada. Pero la actitud heróica ante la intentona golpista no le hizo ganar votos. Cuando formó el CDS en 1982 debía saber algo que parecía evidente. Había quemado casi todos los cartuchos. En las elecciones de 1986 su partido obtuvo 19 diputados y pasa a ser la tercera fuerza. Abandonó la política activa en 1996. Los destinos familiares y su propia enfermedad le convierten en un héroe trágico.

Mucho deberá escribirse sobre esta figura a la que la población se ha rendido. Muchos jóvenes lo vieron mencionado en los libros de texto de historia. Pero la tarea inmensa que realizó en tan pocos años, pese a su indiscutible personalismo, fue el fruto de muchos en múltiples sectores. Había que transitar hacia la democracia de forma pacífica, pese a tantos obstáculos. Fue consciente de su papel en la formación del nuevo Estado. En su mensaje de dimisión aseguró: «Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos». La acción política se demuestra con la palabra y con la acción. Había dominado las dos. Estábamos a un paso de entrar en las organizaciones europeas. Pero este paso no pudo darlo el presidente. El ámbito del juego político había cambiado. Se oteaban también transformaciones más sustanciales con personajes que, sin duda, forman parte también de esta misma Transición, como Felipe González. El país añora una figura de acción y de consenso. Pero son otros tiempos y otros los actores.