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Ifema y la gestión que la mata

La Razón
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El Ayuntamiento de Madrid ha hecho una consulta a la Secretaria de Estado de Administraciones Públicas, a la vista de lo dispuesto en la reciente Ley de Régimen Jurídico del Sector Público 40/2015 de 1 de octubre, solicitando le aclare si Ifema es un Consorcio conforme a dicha ley y, en consecuencia, si tiene que sujetarse en su funcionamiento a la misma, o no. La razón la ha dado el Coordinador General del Ayuntamiento y Presidente de Ifema Luis Cueto, por entender que esa ley, de aplicarse a Ifema, sería un «galimatías» imposible por cuanto el «funcionamiento normal del Ayuntamiento o de la Comunidad de Madrid aplicado a esta institución en el día a día, la mataría». El señor Cueto ha añadido que «la burocracia exigible para el funcionamiento de una Administración es incompatible con la agilidad que requiere la organización de Ferias y los acuerdos que deben tomarse».

La cuestión pudiera considerarse una cosa menor, -y aparentemente lo es-, si no fuera por que pone de manifiesto la desvergüenza de la izquierda y lo que viene ocurriendo en el funcionamiento de nuestro Sector Público. Respecto de aquélla sorprende el que venga de un grupo político que defiende a ultranza la gestión pública directa, estigmatizando cualquier alternativa a ésta. Y en cuanto al Sector Público por que desde hace muchos años para corregir sus deficiencias lo que ha hecho es profundizar en ellas, complicándolas aún más.

La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 y la de Procedimiento Administrativo de 1958 constituyeron un avance fundamental en la ordenación y funcionamiento de nuestra Administración y su Sector Público difícilmente superable en cuanto a técnica, simplicidad y ortodoxia normativa. La evolución de la administración, los avances posteriores, la introducción de la informática primero y de las nuevas tecnologías después, y la multiplicación de nuestras administraciones territoriales, hicieron necesario introducir cambios para adaptarse a esas nuevas realidades, que no tuvieron la calidad y la claridad normativa de aquéllas.

Todas las leyes de ordenación de la Administración Pública han tenido como principios inspiradores de su actuación la eficacia, la eficiencia, la simplicidad, la racionalidad y la agilidad. Y a ellos debían sujetarse los gestores y los reguladores a la hora de su aplicación. Las primeras leyes dejaron claro que la administración pública debía gestionar directamente los asuntos que se le encomendaban, y sólo excepcionalmente, se podía recurrir a la administración indirecta y/o institucional para casos muy justificados. Sin embargo, la práctica llevó al uso abusivo por parte de todos los gobiernos de la administración indirecta bajo el argumento de que, o bien era la única manera de hacerlo, o bien a través de ella se hacia una gestión más eficiente que la que permitía la gestión directa, multiplicándose así la estructura y el coste de la Administración y su burocracia, con la consecuente dispersión normativa, organizativa y legislativa, y el crecimiento exponencial de funcionarios. En lugar de cambiar lo que impedía a la Administración directa gestionar bien conforme a esos principios rectores, se optó por esta vía de escape, multiplicando las estructuras administrativas y su ineficiencia. La simplificación y agilización de la gestión que se esperaba de la introducción de la informática y las nuevas tecnologías, no solo no se produjo, sino que la complicó aún más. Y la creación posterior de nuevos niveles de administración pública fruto del Título VIII de nuestra constitución, multiplicó exponencialmente estas deficiencias al reproducirse en todas las administraciones el mismo esquema de funcionamiento.

Algo parecido ha ocurrido con las múltiples medidas tomadas para reforzar la transparencia y evitar las corruptelas y corrupciones en la Administración, que no parecen, a la vista de los resultados, haber logrado los objetivos que pretendían, y han dificultado aún más la gestión y el cumplimiento de los principios a los que ésta debe sujetarse.

Las afirmaciones del Coordinador General del Ayuntamiento de Madrid ponen de manifiesto una vez más en el error en el que se viene incidiendo desde hace años al no querer abordar el problema de fondo para hacer nuestra administración pública más eficaz y eficiente, dotándola de los instrumentos necesarios para poder prestar sus servicios de manera ágil, eficaz y eficiente, con la mayor calidad y al menor coste posible, y en condiciones, si no iguales, sí lo más parecidas a las exigidas a los que prestan esos o parecidos servicios en otros ámbitos. La solución no es crecer como la hiedra sino permitir que el tronco sea fuerte, claro y crezca recto, que la administración directa sea sencilla, y que se vaya adaptando a los cambios para que se mantenga así permanentemente.

Y ponen también de manifiesto la falacia de su dogmatismo ideológico en este asunto. No hay nada como tener la responsabilidad de gestionar para ver la realidad de las cosas. No es la primera vez que ocurre en el Ayuntamiento de Madrid: mantener los concursos de la basura, los contratos negociados y sin publicidad, la externalización de los servicios, son algunos ejemplos. Ahora descubren que la introducción de formulas de gestión privada en ciertos sectores es una necesidad para poder gestionar bien los servicios, y no una fórmula para hacer negocio desde el poder público o para beneficiar a amigos, como se han llenado la boca de decir falsamente para descalificar la gestión de otros, poniendo en cuestión la honorabilidad de esos gestores y la profesionalidad y la cualificación de los adjudicatarios, con el único fin de sacar rédito político, aunque fuera falsa su afirmación y se perjudicase a los ciudadanos. Bienvenida sea esta postura si sirve para quitarse los perj uicios y prejuicios ideológicos y el dogmatismo doctrinal y anteponer la fórmula de gestión que garantice el mejor servicio a los ciudadanos.

Y bienvenidas sean también para defender con mayor firmeza la gestión que ha aplicado la derecha cuyos resultados están ahí, y no dejarse acomplejar por el discurso falaz de la izquierda, que no tiene ningún reparo en hacer lo contrario de lo que predica ni en acusar a aquélla de presuntas corruptelas por la utilización de fórmulas de gestión más eficaces, a las que recurren sin ningún sonrojo ni complejo cuando se comprueba que son más eficientes y necesarias.

Si hay algo que ha distinguido siempre a la derecha ha sido su mayor capacidad para gestionar los asuntos públicos de manera eficiente y en beneficio del interés general porque carece de esos condicionantes demagógicos. Ojalá estas declaraciones sirvan para ir dejando el debate ideológico de lado en este asunto para poder modernizar de verdad nuestras administraciones, hacer su gestión más eficiente y reducir estructuras innecesarias y el gasto público. Y sobre todo para reafirmarse sin complejos en la defensa de una gestión que anteponga la eficiencia y el interés general a cualquier otro.