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Involución

La Razón
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Acaba el año como arrancó, entre el aguarrás del terrorismo islamista y la estupefacción ante la aluminosis que afecta los soportes de la democracia. Mientras el amigo de Trump celebra la caída de Alepo, el nuevo Sarajevo, y entierra a su embajador en Turquía, y mientras parece probado que los servicios secretos rusos horadaron los servidores de los partidos a fin de aupar a un enemigo de la OTAN, los politólogos, teóricos y poetas trabajan en sus talleres para darle sentido al sinsentido. ¿Cómo es posible que en apenas días tome posesión del Despacho Oval un fantoche en compañía de lobos? Las palabras de los últimos días recuerdan los ejercicios funambulistas de los mejores pinitos de oro del gran circo intelectual. Todo sea con tal de enmascarar el fondo ocre, sucio, turbio, de un populismo agreste que amenaza con devorarnos. Cualquier cosa a cambio de disculpar al gentío. Que si la globalización. Que si el desempleo. Que si el descubrimiento horrorizado de que el mundo no era noble, bueno o sagrado. Que si las cuartillas del comercio desarbolaron la economía tradicional y agonizan las fábricas. Que si las élites gobiernan de espaldas a la clase media. Tararí. Menos mal que Ta-Nehisi Coates, heredero legítimo de James Baldwin, ha cortado la tontería con un artículo bomba en la revista «The Atlantic»: «La idea de que el Tea Party representaba la ira justa, aunque desenfocada, de una clase agraviada ha permitido que todo el mundo, de los izquierdistas a los neoliberales a los nacionalistas blancos eludan una simple y horripilante realidad: a una parte importante de este país no le gustaba el hecho de que su presidente era negro». El Tea Party, en efecto, sembró la hidra y luego ya fue cuestión de que engordase. Durante ocho años de filibusterismo hubo barra libre para especular con la nacionalidad, la religión y hasta el currículum de Obama. «Los activistas», recuerda Coates, «blandieron señales advirtiendo de que Obama implementaría la “esclavitud de los blancos”, agitaron la bandera confederada, lo representaron como a un brujo e hicieron llamamientos para que “vuelva a Kenia”».

No hablamos de sucesos aislados, charla descarnada pero circunscrita a un abrevadero de bourbon o juegos de manos en mitad de una feria de ganado, sino de una campaña sistemática, por tierra, mar y aire, con la aquiescencia de parte del «establishment» mientras ladraban los más conspicuos defensores de la supremacía blanca, caso del fallecido Andrew Breitbart, cuyo heredero, Steve Bannon, acusado de antisemita, será estratega en jefe del nuevo presidente. Lo peor, tampoco descubrimos nada, fue recordar la fragilidad de un sistema que permite el florecimiento de ideas tóxicas y la perpetuación y avance de personajes conchabados para carbonizarlo. Hemos avanzado, vaya que sí, pero no conviene ponerse estupendos o creerse en exceso superiores a los buenos y honrados alemanes de los años treinta. La marimba feroz del totalitarismo, la xenofobia y el racismo todavía baila en lo más recóndito de nuestros cerebros. Por si alguien dudaba que venimos del mono, sí, y todavía antes del alacrán y la víbora.