Ángela Vallvey

Karma

En épocas pasadas, deliciosamente incorrectas pero un tanto santurronas, cuando en lugar de apelar a Sandro Rey la señora de su casa confiaba en las admoniciones teológicas, se afirmaba que la persona virtuosa tendría una vida sin fin llena de dicha esperándole después de «la gran aventura de la muerte» que diría Bossuet. Ser buena persona era como adelantar deberes para la eternidad y, por tanto, quien lograba pasar por la existencia terrena dejando nada más y nada menos que un rastro de bondad, tenía sus cuentas saldadas con el Más Allá. Nadie esperaba que una buena persona viese su nobleza recompensada en vida. ¿Para qué, si ya tenía la eternidad garantizada? La idea de una feliz vida infinita debía ser entonces lo que para un contemporáneo de Draghi disponer de un alquiler de renta antigua frente a los Jardines de Sabatini hasta cumplir los cien años. El infierno, por el contrario, yo lo imagino como pagar la hipoteca todos los meses sin faltar uno durante una inmortalidad con deflación o sin ella. Cuando la buena gente veía que las malas personas recibían una recompensa aquí, en la Tierra, por sus pocas obras piadosas, se consolaba pensando que tales culpables ya pagarían con el castigo eterno, y que les iba a caer la del pulpo en cuanto palmaran. Necesitamos creer que existe cierta justicia –religiosa o poética, pues no nos atrevemos a esperar tanto de los tribunales humanos–, que le de su merecido a cada uno. Incluso los modernos, sin practicar el budismo ni el yainismo, por descreídos que sean recurren al «karma» para explicar el mal rollo que acogota a la gente chunga: ¡una ley de retribución cósmica que le de a uno el «porciento» de lo que ha puesto en la vida!

(Pero no caerá esa breva...).