José Jiménez Lozano
La alegría del vivir
Christopher Derrick escribe que «muchos en la actualidad encuentran la locura más interesante que la normalidad»; en mi opinión, ésta es una mala señal de los tiempos. Chaucer vivió durante la gran civilización medieval y, por lo que recuerdo, no hay una sola figura de loco en todo el «corpus» de su voluminosa obra, mientras que sí abundan los villanos. Sin embargo, cuando llegamos a ese periodo de tensión y ruptura que optimistamente se ha llamado Renacimiento, la literatura comienza a llenarse inmediatamente de personajes lunáticos.
Ciertamente esto sucedió así, y luego, mucho más ampliamente, en el barroco, y luego en el romanticismo, y en todas las oleadas orgullosamente anticulturales y despreciativas de lo humano, que hemos recibido y continuamos recibiendo.
No están tan lejanos los tiempos en que, si a uno le gustaban una novela o una película, ya se sabía que los entendidos en estas cosas las descalificaban y despreciaban y, si por el contrario confesábamos, desolados, que ni siquiera habíamos entendido esas novelas o películas, entonces es que nuestro gusto o nuestras entendederas eran lamentables. Y, de todos modos, exactamente como decía sarcásticamente lord Bertrand Russell, que lo característico de nuestra inteligencia contemporánea en una mirada sobre el mundo es la de una inmensa lamentación y desprecio por la menesterosidad de las inteligencias del pasado, todas ellas hundidas en las más espantosas tinieblas.
Tampoco se podría asegurar, lógicamente, porque sería una estupidez semejante que los talentos humanos quedan todos a nuestras espaldas, pero estamos obligados a comprobar, sin embargo, que la alegría del vivir, no sólo reflejada sino sustancialmente unida a la expresión artística y literaria, está en el pasado –sin que esta afirmación sea apodíptica, naturalmente–, pero es bien obvia y llevó, pongamos por caso, a un historiador como Karl Buckhard a hablar del arte y la literatura medievales como los de la juventud de la humanidad europea, exactamente como para Karl Marx, por ejemplo, aquél fue el tiempo del pensamiento lógico y dialéctico, lo que también es cierto.
Desde «El otoño de la edad media», como lo llama Huizinga, los hombres europeos comenzaron a ver en la vida humana solamente un sumidero de desdichas, vistieron de negro al continente, y los románticos, que lanzaron el mensaje de la libertad sin ley, se plegaron a unas complicidades repugnantes con la muerte, y hasta trataron de embellecer a ésta.
Y nadie dice que nuestro mundo sea un mundo de mucha risa, pero siempre la ironía y el humor es un reconocimiento y benévola compasión de nuestros límites humanos y este aire debe estar en nuestras vidas. Ya es un hecho cultural muy desgraciado el que no exista en el país una revista de humor, que no sea vulgaridad o meras gracietas caricaturescas de las que hacen gasto los políticos y otros cuantos personajes de celebridad popular, pero es que en el lenguaje y la escritura cotidianos no hay campo para la ironía, que es el respiro de la libertad y de la convivencia, porque también es el campo de la inteligencia.
Es imposible que no haya la mínima proporción numérica de españoles que posean el nivel cultural medio que tenían los que hace años leían, por ejemplo, «La Codorniz», la entendían y se reían, pero parece que los sondeos hechos al efecto han sido decepcionantes. Y, ante un hecho así de ausencia de interés para ver el lado cómico y paradójico del vivir humano con una sonrisa de misericordiosa comprensión, quizás sólo cabe recordar lo que escribía Sören Kierkegaard en su «Diario», en 1849: «Una persona sola no puede prestar ayuda a una época, ni tampoco salvarla; sólo puede explicar que se hunde». Pero creo que le faltó añadir que debe explicarlo con misericordia y esperando, contra viento y marea, y contra toda esperanza, que es seguro que ese mundo al fin no se hundirá, gracias a los diez justos que siempre hay en él y a las mañanas que todo el mundo tiene y, aunque no lo parezca, también el nuestro.
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