Ángela Vallvey

La cena

La Razón
La RazónLa Razón

La costumbre de cenar en Nochevieja hasta que el estómago apela a la Convención de Ginebra, es antigua. El «homo devorator» conoce la respuesta a la pregunta que se hacía Campoamor: «Los nacidos, ¿no han de tener más fin que el de ser comedores y comidos del universo en el atroz festín?». Pues claro que no. Comida. Papeo. Masticar. Ñam-ñam. Sobre todo durante la cena de Nochevieja, uno es consciente de la importancia de la voracidad para la especie. En medio del salón familiar, sosteniendo el botellín de cerveza, la tapa de cecina, la gamba que ha dejado su gabardina en el guardarropa de los dientes, el trozo de tortilla fría y los churretes en los dedos tras sorber un caracol..., será justamente allí donde uno sea dolorosa, metafísicamente sabedor de haber sobrepasado todas las barreras gástricas, como si dentro de uno librase una carrera la flora (y especialmente la fauna) intestinal. Porque, a esas alturas, lo normal es que cualquiera haya desarrollado una fauna en las entretelas que logre devorar a la flora intestinal, de la que no quede ni un resto bacteriano de césped mustio.

En la guerra, como en la guerra, decían los franceses. Y en la cena, como si fuera nuestra última cena entre cuñados... Es entonces cuando decimos adiós a los bífidus activos que hemos pasado meses acumulando como si fuesen Bonos del Tesoro. Adiós a los benéficos péptidos y a las enzimas encargadas de hacer la lipólisis (sea lo que sea eso, que hacíamos sin darnos cuenta... antes de la cena de Nochevieja). Hola al colesterol malo, y al colesterol ruin, que resisten cualquier vaciamiento del estómago, como inquilinos morosos y vandálicos que acaban hasta con las paredes del buche humano. Es en ese momento cuando notamos un dolor abdominal que se puede poner a la altura de un sufrimiento filosófico. Y soñamos con una cura anti-inflamatoria en un balneario patrocinado por la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición. Mientras somos conscientes de los tortuosos movimientos del esófago y de la presión del cardias, sentimos un reflujo, una alucinación, que en realidad es nuestro cuñado hablando como en Forocoches y chuleándose de que cenar copiosamente a él le sienta muy bien, al contrario que al resto de la humanidad, mientras suelta «spoilers» de nuestra serie favorita, y nos entran ganas de lanzarle un par de piedras (de nuestra propia vesícula) a ver si se calla. De una vez.