Alfonso Ussía

La isla de los tigres

La Razón
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Desde la niñez he estado unido a la familia De la Quadra-Salcedo. Vivíamos a dos portales de distancia en la calle de Velázquez, entre Don Ramón De la Cruz y Ayala. Me parecían gigantescos. En 1956, Miguel De la Quadra-Salcedo Gayarre y Arrieta-Mascarúa era el mejor atleta del equipo Olímpico español. Se había preparado con constancia profesional, que en aquellos tiempos no existía. Las tropas soviéticas invadieron Budapest y masacraron a los húngaros que se levantaron contra la URSS reclamando su libertad. El Gobierno de España decidió, en homenaje a los húngaros destruidos, no acudir a la Olimpiada de Merlbourne. El atleta navarro, oriundo de las Encartaciones vizcainas, asumió su decepción y se marchó a la selva del Amazonas. Contactó con tribus que jamás habían visto a un occidental, y se convirtió en un dios para ellos. Aprendió a sobrevivir en la selva, a cazar con cerbatanas, a pescar con lanzas, a distinguir los frutos y las plantas, a convivir con serpientes, y sobre todo, a conocer el espíritu de los indígenas, llegando a dominar sus diferentes dialectos. Comía monos, crías de caimán, serpientes y capibaras, y en muchas ocasiones se topó con la mirada del jaguar, allí llamado «tigre», con el que mantuvo siempre una relación de mutuo respeto y distancia. Miguel De la Quadra-Salcedo supo lo que era la muerte cuando los comunistas y socialistas asesinaron a su padre. Los hermanos de su padre cayeron todos, en el frente, en el Altuna-Mendi y ante los pelotones de fusilamiento de los republicanos. Los cinco hermanos varones. Llevaba en su sangre la de su cercano antepasado Gayarre, el tenor roncalés, y su obra culmimante no fue otra que la «Ruta Quetzal», en la que miles de jóvenes de todo el mundo, y fundamentalmente de España y América, compartieron aventuras durante más de treinta años.

Su organización era milagrosa. Fuimos a hablar de literatura y viajes a los expedicionarios Fernando Sánchez-Dragó, Baltasar Porcel y quien esto escribe. Hablar de la poesía del Siglo de Oro con la selva del Orinoco a babor y estribor es algo que jamás olvidaré. Bocas del Orinoco hasta Ciudad Bolívar. Navegación atlántica hasta el Amazonas. Por la desembocadura de Belem hacia Santarem, y de ahí a Santarem y Manaos, con el Río Negro entregándose al Amazonas. Un segundo viaje, desde Lisboa hasta la isla de Guadalupe y Puerto Rico, con Antonio Burgos de compañero literario. Y el último a Iguazú y los asentamientos jesuítas de Paraguay y Misiones. Inolvidables experiencias, disciplina estricta, dominio de la situación y ningún percance grave en tres decenios. De estos viajes surgió la boda de mi hija con Telmo Aldaz De la Quadra-Salcedo, también responsable de las expediciones de «España Rumbo al Sur», del mismo carácter y objetivos que los de su inmenso tío Miguel.

El Rey Don Juan Carlos apoyó sin reservas sus viajes, y Miguel lo consideraba el gran responsable de su éxito. Enfrentarse a la selva amazónica con Miguel no se puede –no se podía–, comparar con nada. Conocí con él la mejor Venezuela, la de la selva, los llanos y los tepuís. El vuelo de los ibis y los papagayos en los amaneceres. El salto de Ángel, con sus más de mil metros de caída del agua y Canaima.

En la navegación de Santarem a Manaos el Amazonas se estrecha en un punto. Parece una isla que se opone a cualquier paso. Es una isla que engaña, porque se une por una pequeña lengua a la selva. La isla de los tigres. Allí habita el jaguar y no permite competencias. –Daría todo por tener veinte años y volver ahí-. Ya ha vuelto. El gran aventurero español, el navarro invencible, el vasco de las Encartaciones, el patriota, el enamorado de América, el último señor de las selvas, puede elegir desde ahora sus paisajes.

Yo le rindo desde aquí mi homenaje, y le dejo mi gratitud como español y mi elegía de amigo y compañero. Buenas selvas, Miguel.