Literatura

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Listo para morir

La Razón
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Cuando Leonard Cohen llegó a Hydra buscó unas rocas para tumbarse mientras el sol le derretía el hielo de los huesos. El anacoreta, mujeriego, estudioso de Lorca y del budismo, nieto del presidente del Consejo Nacional Judío de Canadá y de un estudioso del Talmud, amante de Janis Joplin, acaba de explicarle a David Remnick, del «New Yorker», que está «listo para morir». Sólo espera tener tiempo para acabar algunas canciones y poemas y que la visita de la Pelona no sea demasiado incómoda. Postrado en una silla, acaba de rematar un nuevo disco, «You want it darker» (Lo quieres más oscuro). En el primer single canta «Magnificado, santificado sea tu Santo Nombre/ Vilipendiado, crucificado en el cuerpo humano/ Un millón de velas que arden por la ayuda que nunca llegó/ Lo quieres más oscuro/ Hineni, hineni/ estoy listo, mi Señor». En la portada vemos al canadiense con un cigarrillo: juró que volvería al vicio si cumplía ochenta años; ya tiene ochenta y dos. Hace un par de meses supo que Marianne Ihlen, su pareja y musa durante los siete años griegos, en los sesenta, agonizaba en un hospital de Oslo, víctima de la leucemia. Le escribió una carta de despedida: «Bueno, Marianne, hemos llegado a este momento en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a trozos; creo que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes la mano, podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría, pero no necesito extenderme, tú lo sabes todo. Sólo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo mi amor, te veré por el camino». Antes, en 1967, le había dedicado So long, Marianne, «Hasta la vista, Marianne/ Es hora de que empecemos/ a reír y a llorar y a llorar y a reír de nuevo». Poeta y novelista, vivía con lo puesto hasta que escuchó en la radio de los marines a Bob Dylan. Una revelación: moría la era de los cantantes convencionales, llegaban los rapsodas con pólvora en la garganta. Decir que pocos autores han escrito mejores letras en el siglo XX (y XXI) es quedarse en lo obvio. Las canciones de Cohen combinan lo profano y lo sacro, el vacío y la búsqueda espiritual, las delicias de la carne y el sarcasmo, la elegancia y la ironía entre ramos de rosas y frascos de plata y veneno. Sus melodías, aparentemente sencillas, son de una belleza turbadora. Quienes afirman dormirse cuando le escuchan no son dignos de confianza: seguro que también roncan cuando hacen el amor o escuchan a Bach. Yo sólo espero que el final tarde, que el crío que aprendió a tocar la guitarra gracias a las cuatro clases que le dio un emigrante español que luego se suicidó continúe en la trinchera unos cuantos años y que el último acto sea piadoso y breve. Bendito sea, señor Cohen, y benditos sus discos y sus libros. La deuda es impagable y eterno el agradecimiento.