Ángela Vallvey

Los ismos

El señor Guillotin era médico, un tipo amante de las artes, bondadoso e incluso filántropo. Como era diputado de la Asamblea en la Francia de 1789, cuando la sangre regaba las calles parisinas, planteó ante sus señorías el problema de las ejecuciones. Creía conveniente que hubiese igualdad en el suplicio final. ¿Qué era eso de que unos muriesen a garrote, otros ahorcados y otros del susto...? Le parecía poco civilizado, así que inventó una máquina para acortar (nunca mejor dicho) los padecimientos de los condenados. El engendro se llamó «guillotina» en recuerdo suyo, lo que amargó el resto de la vida de «Monsieur» Guillotin y su familia, que tuvieron que cambiar de nombre, avergonzados. La guillotina es uno de los productos tecnológicos más democráticos que conozco. Más todavía que los «smartphones» que regalaban antes las telefónicas. Y, sin duda, la muerte como fenómeno natural supera en sentido democrático a cualquier aparatito inventado por el ser humano. Gracias a la muerte, no hay mal que dure 100 años; aunque puede durar 99, claro. Gracias a la muerte, el tirano termina por estirar la pata, el asesino acaba probando su propia medicina, la mala persona desaparece sin dejar rastro y el malvado llega a convertirse en poco más que un recuerdo. Y aunque es posible, como decía Petrarca, que se lleve primero a los mejores, la muerte termina incluso con los «ismos» políticos: desde el nazismo (que iba a durar mil años, y miren) hasta el franquismo o el maoísmo. Los caudillismos políticos tienen los días contados cuando el figurón que los ideó la palma. A esos «ismos» políticos sí que se les puede aplicar aquello que decía Santayana: «Morir es algo espantoso, del mismo modo que nacer es algo ridículo».

Pregunto: ¿qué será del «chavismo» cuando Hugo Chávez falte?