Francisco Nieva

Madrid, una ciudad muerta

Yo conocí de chico un Madrid muy diferente al actual. Un Madrid que era todo un espectáculo y en donde la gente iba disfrazada de lo que era. Un Madrid tan narcisista y autocomplaciente como París o Viena. «De Madrid al cielo y un agujerito para verlo».

- «Pilar, haz las maletas, porque nos vamos a Madrid con los niños»; decía de repente mi padre.

Era un acontecimiento visitar Madrid, era un gran espectáculo, interminable e inolvidable. Se tomaba el tren a la hora de comer, «comer en marcha», sardinas rebozadas, filetes empanados, tortilla de patatas... con mutuas ofertas entre pasajeros.

A la llegada a la estación de Atocha nos esperaba un enorme cartel, firmado por Ramón Casas, que representaba a una chula de mantón llevando de la mano a un mono despatarrado y procaz. «Anís del mono», con su botella cubista, tan reproducida luego por Juan Gris, nacido él en la Puerta del Sol. Los maleteros se disputaban la primacía. Varios individuos corrían de un lado para otro por los andenes, anunciando hoteles y pensiones a todo confort. Humo, olor a carbonilla, un griterío espantoso. Se tomaba un taxi y desfilaba la típica «collera de luces municipales». Siempre desembarcábamos en el Hotel Franco, en donde uno de los hijos del dueño era el famoso futuro actor Pepito Franco, que yo vi actuar graciosamente en «El patio», de los Quintero, en el próximo teatro Español. Dicho hotel estaba en el gran edificio de la Equitativa, haciendo esquina con la calle de Alcalá, con vistas a la calle de Sevilla, por cuya acera de la derecha se paseaban buscando contrato gentes del toreo, con chaquetilla corta y pantalones ajustados que les marcaban «todas las facciones del culo», según decía una camarera graciosa. Madrid entonces era todo como un desfile de disfraces. - «Papá, ¿quién es esa mujer tan rara que va como vestida de lámpara?» - «Es una lagarterana». - «¿Y aquel otro, con una boina roja tan grande y con cara de rabia y de malhumor?». - «Ese es un carlista». - «¿Y aquel otro con una corbata tan grande que parece un gato?». - «Ese es un artista y su lazo es una chalina!» - «¿Y aquel otro que parece un mago de cuento, con las barbas tan largas que da miedo?» - «Ese es Valle-Inclán, un escritor muy importante».

Las modistillas no llevaban sombrero, sino un pañuelo por la cabeza y un mantoncillo con flecos. Las modistillas eran como un coro de zarzuela disperso por la ciudad. Era aquel Madrid, tan orgulloso de sus Vistillas, de su Chamberí, del Campo del Moro y su Plaza de la Armería, sus azules y frescas montañas del Guadarrama, tan sugeridas por Velázquez en sus pinturas. Y también el agua sabía diferente. Agua capitalina, agua del Lozoya. Todo el mundo hablaba de otro modo, con acento madrileño muy recortado. Hablaban extranjero.

¡Y las cocinas! Las cocinas de Madrid olían fatal, a coles hervidas. En todas había un retrete para el servicio. Los patios de vecindad eran como grilleras, en donde se escuchaba cantar a voz en cuello a aquel mismo servicio.

- «Soldado de Nápoles que vas a la guerra...». Todo un popurrí de cantares ratoneros.

Casi tan frecuente como la zarzuela era la comedia de salón, la comedia de tesis, al estilo de París o Londres. - «¡Qué comedia tan fina y tan bien vestida!»

Las grandes ciudades narcisistas tienen su acento propio y su propia música. El acento vienés hace sonreír a los alemanes, el acento madrileño hacía reír a los espectadores de Arniches. La familia Strauss colmó de valses brillantes la bella ciudad del Rhin. El alma de una ciudad se expresa en su música y Madrid se expresaba de la mano maestra de Barbieri, Chapí, Bretón y el inefable Chueca. La pimpante y coqueta mocita vienesa tenía su correspondencia con la modistilla madrileña. Viena estaba orgullosa de su Prater y Madrid de su Puerta del Sol. Dos espectáculos nacionales. Viena se recreaba en sí misma con las comedias costumbristas de Nestroy y Madrid con las de Arniches, o del costumbrista López Silva. Famosas eran las tertulias intelectuales del Café Sager en Viena y en Madrid las del Café Gijón, entonces sito en la Puerta del Sol, o de la cripta ramoniana de Pombo. Quien visita Viena en la actualidad todavía siente ese clima de euforia vienesa, cosa que se ha diluido en Madrid. Porque Madrid ya no se quiere a sí misma como en aquel otro tiempo se quiso. A Madrid se le ha recortado su garbosa personalidad, que inspirara al maestro Lara el más emblemático chotis. Madrid se mira ahora a sí misma con pena y disgusto, se encuentra fea y humillada. Una ciudad sitiada por la mediocridad de sus políticos, que la quieren ver como la sirvienta de sus intereses.