César Vidal

Me equivoqué

No he podido dejar de pensar durante estos días en la frase definitiva de Rajoy en su última comparecencia. Se trata, como habrá imaginado el sagaz lector, de «Me equivoqué». Que Rajoy efectivamente erró apoyándose en Bárcenas no admite discusión; que las consecuencias de semejante yerro pueden colear meses resulta punto menos que obvio y que, por añadidura, la cuestión ha terminado adquiriendo una dramática trascendencia sólo puede negarlo el que no quiera ver la realidad. Personalmente, creo que Rajoy es sincero en su afirmación, que lamenta la equivocación y que no se imaginaba en qué iba a derivar todo. Sin embargo, no es nada de eso lo que absorbe mi atención. Lo que más me inquieta es por qué este tipo de equivocaciones se repite de manera tan insistente en las facetas más diversas de la vida. Vaya por delante que no estoy ironizando con el tema. Me preocupa y me preocupa muy seriamente. ¿Cómo consiguen determinados golfos acabar en las cercanías del poder lo mismo si es político, eclesial, económico o empresarial? Sé que muchos dirán que el sinvergüenza es necesario para el que ejerce el poder. Realmente, no es así. Gente de esta calaña contribuyó más, por ejemplo, a la caída de Napoleón que los soldados de Wellington. Por otro lado, no existe tanta escasez de gente digna. No es, sin duda, el caso del PP. Puedo dar fe de que en sus filas militan no pocas personas decentes, preparadas, entusiastas e idealistas. Podría decir lo mismo de otros colectivos. Por todo ello, reconozco que no tengo la respuesta a este fenómeno perverso. Ignoro si se trata de una debilidad por la adulación que el miserable sabe proporcionar como pocos al que manda; si es que logra vender al poderoso que le quitará de encima noches de insomnio; o si es que ha sabido ir cercando y eliminando a todos los que eran mejores que él, pero no tan hábiles en el bajo arte de la conjura. No lo sé, pero de lo que no me cabe duda alguna es de que son capaces de hundir lo mismo una televisión que la buena imagen de un partido, pasando por el desdoro arrojado sobre una dinastía o la quiebra de una caja de ahorros. Mírese bien y se comprobará que casi siempre, por detrás de todos esos enjuagues, hay un buscavidas sin escrúpulos. Rara vez lo asumen los que lo designaron. Más raro todavía es que no sean los inocentes los que paguen las consecuencias.