Alfonso Ussía

Memoria papal

La Razón
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Nací con el Papa Pío XII. Tenía 10 años cuando falleció. Me impresionaba su empaque, su figura espigada y antigua, porque el Papa Pacelli parecía rescatado del Renacimiento. Juan XXIII, su sucesor, era opuesto. Bonachón y gordinflón, con voz de poeta, e impulsor del Concilio Vaticano II. Para lo bueno y para lo malo, un Kennedy –no en el aspecto–, de la Iglesia. Su simpatía arrasó, pero cometió un grave error cultural. El latín. En aquellos lejanos tiempos un católico de Madrid asistía a la misma Misa que un cristiano de Bombay, de Manila o de Papua y Nueva Guinea. El latín era el hilo y el nudo de la Iglesia universal. El buen Papa Roncalli no se opuso a su arresto y el latín dejó de ser el idioma de la unidad. Se fue precipitadamente, en 1963, y heredó la Silla de Pedro Pablo VI, Giovanni Montini. Menos simpático y de vigorosa inteligencia. Su mirada taladraba. Curial y político. Sus relaciones con el Régimen en España fueron tirantes, y en algunas ocasiones, obcecadas. Fue un gran Papa. Le sucedió Juan Pablo I, Albino Luciani, que se asustó desde el primer día. Humilde y sencillo, su resistencia para afrontar los graves problemas de la Iglesia se rindió a los treinta días. Recuerdo que llamé a mi madre para informarle de la muerte del efímero Santo Padre: –Madre, se ha muerto el Papa–; y ella, instintivamente, me preguntó: –¿Otra vez?–. Llegó como un vendaval un Papa que no provenía de la Curia, que no era italiano, que procedía de la Iglesia perseguida por el comunismo. Karol Wojtila, Juan Pablo II. Un Papa torrencial, con la fe del carretero, espiritual, rotundo y viajero. Dominaba los grandes escenarios. Fue un gran aficionado al Teatro en su juventud, y ascendía por las montañas para estar más cerca de Dios. Sufrió un gravísimo atentado en San Pedro, con la KGB detrás del gatillo de la pistola búlgara. Gracias a su fuerza, el Muro de la cárcel comunista se derrumbó. Coincidieron un Papa, Juan Pablo II, un Presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan y un Secretario General de la URSS, Mihail Gorbachov, que aplicó el pragmatismo a su política –el comunismo había fracasado y pretender a la fuerza su mantenimiento no llevaba a ninguna parte–. Fue, su muerte, la más llorada de todas. Y llegó Benedicto XVI, el cardenal Ratzinger, alemán, místico, teólogo, escritor y músico. Un intelectual portentoso. Y un padre espiritual tan cercano a su Señor como brillante en su trabajo diario. Sorprendentemente dimitió. No se sintió con fuerzas para seguir. Y lo hizo humildemente, reconociendo sus limitaciones. Recuperó tradiciones lamentablemente arrinconadas y se refugió en la oración en el Monasterio Mater Ecclesiae de la Santa Sede. Entre los católicos se sintió la desesperanza de la orfandad. Llegó entonces Bergoglio, argentino, Arzobispo de Buenos Aires, contrapunto de Benedicto XVI. Cayó bien, por su campechanía y su cercana simpatía, pero rompió con una tradición de siglos. De cuando en cuando, decía alguna tontería. Los Papas pueden ser más o menos espirituales, creyentes, cultos y atractivos. Pero no se metieron jamás en los campos de la frivolidad o la inoportunidad. Le deseo a Francisco lo mejor, para bien de todos.

Y mientras Francisco reina, Benedicto XVI reconoce en una carta el «lento declive de sus fuerzas físicas y su peregrinación hacia Casa». Teme a la muerte, no por su desaparición física de la vida en la tierra, sino por no saber explicarle al Padre sus fallos y sus defectos. La carta, publicada por «Il Corriére della Sera» produce con su lectura una infinita emoción. Sobre todo la descripción de su camino. «Interiormente, estoy en peregrinación hacia Casa». «Deseo ver a mi Dios amoroso, pero temo que cuanto más me acerque a su rostro, más intensamente sentiré cuanto hice mal, y le rogaré que muestre indulgencia hacia mi miseria».

Que la luz le acompañe hasta Casa.