Ángela Vallvey
Mímesis
Una de las primeras debilidades de la política española de la Transición ha sido que el arco político, a lo largo de las cuatro últimas décadas, fue adoptando como propios ciertos modos del nacionalismo; tanto que incluso los usaron de bandera para captar votos, de manera que llegó un momento en que los partidoss apenas se «diferenciaban», pese a hacer un emblema del «hecho diferencial». El nacionalismo es la exaltación de los valores nacionales de un Estado-nación, una nación histórica o una nación in pÉctore. Surgió en el siglo XIX y chocó frontalmente con el internacionalismo socialista, que lo consideraba regresivo y atrasado. Mientras dicho internacionalismo socialista parecería más en línea con lo que habría de ser la tendencia del mundo (la globalización), el nacionalismo se cerraba sobre la identidad propia, la tradición, el conservadurismo, el folclore del terruño y la herencia de los ancestros. Semejaban dos fuerzas opuestas, irreconciliables, pero en España –tierra de milagros– llegó un momento en que se fundieron en una amalgama de elementos dispares, y en principio incompatibles, cuyo aspecto, su mera apariencia, era rabiosamente moderno pues juntaba la «innovación» de la izquierda con el «estilo» de la derecha. El elector se vio seducido por tanta novedad y rejuvenecimiento público. El etnicismo nacionalista, lejos de parecer caduco, se veía como un avance en una tierra que gusta de amar desaforadamente su «patria chica». Incluso el catetismo parecía renovador, legitimado por el barniz nacionalista. Y hasta el terrorismo, cuyo principio básico es la «limpieza étnica» (expulsar, asimilar o matar a los «no nacionales»), contaba con simpatías entre algunos crédulos que habían sido convencidos de que «su pueblo» era un escenario ideal, puro, una legítima realidad paradisiaca que había que defender con uñas, dientes, e incluso tiros en la nuca. Así se fue generando una mentalidad política colectiva opuesta a todo lo que era el Estado liberal moderno (plurinacional, multicultural...). Además, ciertos nacionalismos bien subvencionados desde el Gobierno por motivos electorales –en España los votos no valen lo mismo según dónde se metan en la urna– hicieron una impecable labor de educación ideológica. Por eso, hasta ahora, el ciudadano español suele equiparar la modernidad política con una mezcolanza de ideas de izquierda y derecha que, en realidad, son contrarias entre sí. Y casi cuarenta años después de Franco, aún nos cuesta distinguir modernidad de involución, avance de atraso.
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