Antonio Cañizares

¿Qué debe aportar la Iglesia?

La Razón
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En la Iglesia vivimos una hora de responsabilidad histórica. Por eso, sólo se devolverá a la Iglesia toda su vitalidad y razón, toda su capacidad de servicio y de humanización, si se ve sumergida en la experiencia de fe, en la experiencia teologal, en la experiencia de Dios, si volvemos a Dios, si se le devuelve a Dios el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre. «Nuestra gran tarea ahora, dijo el Papa Benedicto XVI, consiste ante todo en sacar nuevamente a la luz la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece por más ilustradas que sean las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por eso, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la pregunta sobre Dios» (Benedicto XVI, «Luz del mundo», p. 78), la realidad de Dios.

Captando, viendo en toda su hondura y compartiendo el dramatismo de nuestro tiempo y la situación en la que España se halla sumergida, la Iglesia, con renovado vigor, firme convicción y sin derrotismo alguno, ha de seguir sosteniendo en este momento histórico «la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar» (Benedicto XVI, Luz del mundo, p. 79). La Iglesia, atenta a tantas indigencias –todas–, carencias, pobrezas, quiebras humanas, heridas y sufrimientos de los hombres, no puede dejar de estar atenta a la carencia e indigencia fundamental, su herida más letal, que es la ausencia o el eclipse de Dios entre los hombres, y acudir a ellos ofreciendo la ayuda necesaria e inaplazable de Dios mismo en toda su realidad y amor, atraer, entregar, como Jesús, a Dios.

El Papa Benedicto XVI, entre otros viajes apostólicos, vino a dos lugares emblemáticos: Santiago de Compostela y Barcelona, como «peregrino de Dios» en el Año Jubilar Compostelano –convocado, como todos, para renovar y fortalecer nuestra fe en Jesucristo y nuestras raíces apostólicas–, y vino para consagrar el templo de la Sagrada Familia, que nos evoca como pocos por su belleza única y su grandiosidad artística, a Dios en medio de la ciudad secular (no ha muerto), y en el centro de la vida del hombre, inseparable de la familia. Fue aquel, lo recordamos con gozo inenarrable, un viaje intenso e inolvidable, en el que el Santo Padre era muy consciente de la grave situación que atravesamos como demuestran sus palabras y sus gestos, y, con ese amor tan grande que nos tiene, signo del amor de la Iglesia, nos dejó un mensaje central, casi único y principalísimo –todo lo demás se deriva de él–; en ese mensaje encontramos la gran palabra y la inmensidad de una luz que necesitamos en estos tiempos de crisis y encrucijada, por tanto, de oscuridad y de incertidumbre. España –también Europa­ necesita asimilar este mensaje. «Peregrino de Dios», en Santiago de Compostela, Benedicto XVI, solidario con la suerte de Europa, proclamaba en España: «Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a Europa que peregrinó a Compostela».

¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto santa Teresa de Jesús cuando escribió: «¡Sólo Dios basta!». Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo su Hijo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 2,16).

El mensaje constante del pontificado de Benedicto XVI, al que no podemos olvidar en modo alguno, dicho concretamente a nosotros, a España, en su situación real, –por tanto lo que la Iglesia debe aportar ante los desafíos del presente en España­ es una apelación a que volvamos a Dios. Es como si surgiese en nuestro mundo de hoy, un nuevo profeta Isaías -así es la Iglesia, profética–, ante el pueblo de Dios, del Israel de entonces –temeroso, acobardado, débil y vacilante ante la difícil situación que atravesaba (cf. Is. 5,3-4)– que clama: «¡Mirad a vuestro Dios!». También hoy, como entonces, ante la situación que vivimos en nuestro mundo, en nuestra España con todas sus dificultades y temores, necesitamos acoger esta apelación tan apremiante –lo que la Iglesia ofrece como servidora y solidaria nuestra en nuestros problemas nada fáciles–: «¡Mirad a vuestro Dios!». Necesitamos mirar a Dios, volver a poner a Dios en el centro de todo: Dios como centro de la realidad y Dios como centro de la vida. «¿Cómo es posible, se preguntaba Benedicto XVI, que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo es posible remitirla a la penumbra?».