Fernando Sánchez Dragó
Testimonio filial
José Manuel Lara Bosch era mucho Lara... Poderosísimos fueron los genes que su padre le transmitió. Y si no menciono a su madre, Teresa, gran mujer a la que debo mucho del respaldo literario que su marido me brindó, es porque bastaba ver la corpulencia, el empuje, el arrojo, el talento, el olfato, la energía, la simpatía, la generosidad, la bondad y el carácter del hombre que se nos fue –«que se me fue»– el sábado para cobrar conciencia de que aquel gigantón amante de los habanos y del trabajo, del buen comer, del buen vivir y, sobre todo, del buen leer era un Lara, vivo retrato moral y corporal de su padre, de los pies a la cabeza pasando por el corazón y el alma.
Estas líneas, que también, lo juro, me salen del alma y del corazón, son tributo y prenda de gratitud, de reconocimiento, de amistad y, si su viuda, sus hijos y sus nietos me lo permiten, también, y sobre todo, de orfandad.
Una persona puede tener a lo largo de su vida más de un padre. La biología no lo es todo en la existencia. Yo, que por oscura ley de guerra no pude conocer al mío, encontré en José Manuel a una persona que, sobrepasando en mucho el habitual papel del editor, me acogió desde el primer momento como si fuera de su sangre, me orientó, me amparó, me aleccionó, contribuyó a mi sustento, soportó mis caprichos de escritor mimado, perdonó mis travesuras y cuidó de mis hijos, pues hijos son los libros que el escritor escribe, como si fuesen sus nietos.
En las Navidades de 1978 publiqué con sello de Hiperión «Gárgoris y Habidis (Una historia mágica de España)». Aquel cachalote de dos mil páginas y cuatro volúmenes, contra todo pronóstico, resopló. Medio año después, grosso modo, sonó el teléfono en mi buhardilla de Malasaña. Lo descolgué y... ¡Atiza! Era el vozarrón, hoy apagado, del hombre que a partir de ese instante, uno tras otro, editó todos mis libros, menos uno. Ya van treinta y nueve, que el próximo 3 de marzo serán cuarenta. Aquella llamada me cambió la vida. Sentí, al oírla, algo parecido, salvando las distancias, a lo que debió de sentir Cela cuando el Rey de España le telefoneó para proponerle que fuese senador.
-¿Cómo estás, Camilo?
-Acojonado, Majestad.
-¿Exagero? Menos de lo que parece. Yo también me acojoné. José Manuel Lara Bosch, que entonces sólo era rama que al tronco sale, estaba destinado a convertirse en Pontifex Maximus de un imperio empresarial en cuyo ámbito, como en el de los dominios de Felipe II, no se pone el sol.
Lo vi por última vez hace unos meses. Salía yo de Antena 3 y él entraba en ella. Se detuvo, me detuve y durante unos minutos, motu proprio, con admirable entereza y asombroso buen humor, sin que yo se lo preguntase, me puso al tanto de la evolución de su enfermedad. La gente, en tales circunstancias, suele disimular. Él no lo hizo.
«Me han quitado el páncreas», comentó. «¿Por completo?», pregunté. «Del todo, del todo, Fernando. Ya ves... Se puede vivir sin ese órgano. Cuánto tiempo, no lo sé».
Estaba entero, estaba como siempre, animoso y cargado de vitalidad, de proyectos, de futuro... Y yo pensé: «¡Claro! Se puede vivir sin páncreas cuando sobra corazón».
¡Buen viaje, José Manuel!
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