Alfonso Ussía

Violación telefónica

La Razón
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Me llaman a casa. Ofertas, avisos bancarios, proposiciones varias y hasta un periódico que me pide explicaciones por haber cancelado mi suscripción. A mi casa, repito. Es decir, que invaden mi intimidad, me interrumpen mientras escribo, o lo que es igual, no respetan mi trabajo, me despiertan durante los veinte minutos de siesta y me ofrecen ventajas variadas que no me interesan en absoluto. Y lo hacen llamando a mi casa, al reducto de mi primera y última libertad. No merecen improperios. Las voces que invaden la intimidad de los hogares españoles son amables y educadas. Otra cosa son los cabrones de sus jefes, que obligan a los propietarios de esas voces a colonizar la armonía de los hogares. A las casas llaman los amigos y los familiares, pero no los intrusos. Ayer, cuando escribía mi artículo, fui interrumpido por una compañía de seguros, un seguro médico, un diario nacional, una asesoría de gestión financiera y un banco que me reclamaba una deuda de mi bisabuela. A mi casa, a mi segunda piel.

Todo responde a la fragilidad de nuestra defensa. Los ciudadanos estamos siendo vulnerados en nuestro propio hogar, y empezamos a considerar normal el despropósito de la invasión. También recibimos llamadas de personas importantes. Las personas importantes se distinguen de las que no lo son porque efectúan sus llamadas a través de sus secretarias. El importante tiene tan valorado su tiempo que no respeta el tiempo de los demás. Cuelgo el teléfono en muchas ocasiones. -¿Don Alfonso Ussía?-, -soy yo-; un momento que le paso con don Zutano-; dígale a don Zutano de mi parte que si desea hablar conmigo me llame directamente. Siendo tan importante, es de esperar que sepa pulsar los números del teléfono-.

En La Razón, la comunicación es humana y cercana. Quién responde a la llamada tiene nombre.De cuando en cuando surge la voz de un ordenador, pero en tal caso lo mejor es colgar y llamar de nuevo. En ABC había un telefonista que reconocía hasta la respiración de los colaboradores y redactores del periódico. Pero las grandes empresas han perdido la cortesía del trato humano.

Era lunes. Y como todos los lunes durante más de veinte años, tenía cerrada mi comida con Antonio Mingote. Les cuento un secreto. Antonio poseía una libretilla que dejaba caer en su bolsillo derecho de la chaqueta cuando salía a pasear. Y en el Café de Oriente o en la cafetería Riofrío del Centro Colón, mientras desayunaba, meditaba su dibujo diario de ABC. Y trazaba el boceto de su habitual obra de arte. Ya en casa, y después de desayunar de nuevo unas pastas pesadísimas que le mandaban de sus raíces, mientras Isabel entraba y salía de su despacho, Antonio culminaba su genial obligación diaria. Y lo enviaba al periódico. Pero un día, después de enviarlo, lo quiso cambiar por otro dibujo, más inmediato a la última noticia. Y llamó a su ABC, en el que llevaba 55 años colaborando día tras día. Se puso de muy mal humor y me soltó su enfado. –He llamado al periódico para hablar con el redactor jefe-. ¿De parte de quién? -Soy Antonio Mingote-. Y la señorita que me ha atendido, muy amable por cierto y con una voz preciosa me ha preguntado: - ¿Es particular o de alguna empresa?-.

Llegó hasta nuestra mesa Isidoro Álvarez, y Antonio consternado, le narró el sucedido. Isidoro le consoló. –Oye bien Antonio. Hace días llamé desde casa a la centralita y creo recordar que pregunté por Ángel Barutell o Juan Hermoso. Le dije a quien respondió la llamada que era Isidoro Álvarez, y me preguntó: -¿Es de la casa o de otra empresa? Así, que no te quejes. La vida ha cambiado-.

De acuerdo, ha cambiado. Si algún día llamo a La Razón y me preguntan si soy particular o de una empresa –por ahora, no se ha perdido el sentido familiar–, lo comprenderé como Isidoro Álvarez y Antonio Mingote, a regañadientes. Pero que me interrumpan en mi casa no lo tolero. Ya es hora de defenderse. Hay que ilegalizar la violación de la intimidad y del hogar. Sin perder la educación, claro está. Como en mi caso. Váyanse a tomar por c---.