Alfonso Ussía

Wipala

La Razón
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Los berzotas de la Junta Municipal del distrito Centro del Ayuntamiento de Madrid han celebrado el 12 de Octubre, Fiesta de la Hispanidad, colgando de su balcón principal una wipala. La wipala, que es como un plano del Cubo de Rubick, un ajedrez multicolor o una bandera del Orgullo Gay cuadriculada, la utilizan y veneran un grupo de etnias de la cordillera andina, antaño perseguidas, atacadas y masacradas por los incas. Entre un español y una wipala existe la misma relación que entre un islandés y la bandera zulú. Pero siempre es saludable la originalidad y el surrealismo étnico del que hacen uso nuestros munícipes comunistas, indigenistas, animalistas y podemitas. Les propongo para el año que viene la bandera de Guanahani, que tiene algo más de atractivo. Un paño blanco, con dos cerbatanas cruzadas en el centro, y en cada uno de los ángulos, la cabeza de un jaguar, un guacamayo, un caimán y una capibara. Sólo un inconveniente. Los transeúntes, al apreciar tan bellos animales amazónicos en una bandera, pueden interpretar sin acierto el mensaje y creer que en el interior del edificio que alberga a los berzotas de la Junta Municipal del distrito Centro del Ayuntamiento de Madrid han instalado un zoológico.

En los ánimos desbordados de bondad de la izquierda estalinista española, ha florecido el indigenismo. Eran –por millones– muchos más los naturales que se dejaron conquistar que los pocos españoles, que no sabían a ciencia cierta que tierras eran aquellas que terminaban de pisar por primera vez. La llamada Conquista no es otra cosa que el triunfo del mestizaje. Además, en aquellas calendas no existían ni los derechos humanos, ni las ONG, ni la seguridad social. La gente era poco respetuosa si se sentía atacada, y los habitantes de América de cuando en cuando se mostraban violentos con los soldados y aventureros españoles. No obstante, las leyes dictadas por Isabel la Católica reivindicaron muy pronto a los indígenas. En la América del Norte ajena a la influencia española, los ingleses, franceses y holandeses no fueron tan comprensivos. La colonización del norte de los Estados Unidos y de Canadá fue infinitamente más cruel que la española. Hubo esclavitud porque la costumbre lo autorizaba y permitía. También los incas y los aztecas tenían esclavos a su merced de tribus y etnias menos poderosas. No se puede resumir el odio a España sin establecer la diferencia de las culturas en aquellos tiempos. Pero España no arrasó en sus territorios, y dejó la palabra, y explicó una fe que aún perdura – y con más fuerza cada día que pasa-, y construyó maravillas, y aplicó las leyes de la Metrópoli a los nuevos españoles. Por supuesto que se dieron miles de casos de prepotencia e inflexibilidad. Y los españoles que allí quedaron y se hicieron americanos no están libres de responsabilidades. Hasta el siglo XIX, Europa – y escribo de Holanda, de Inglaterra, de Francia, de Portugal, de Bélgica, Alemania y Rusia, además de España-, la esclavitud se veía con plena normalidad, y en el siglo XX, los Estados Unidos, al margen de la ley, la siguieron practicando. La premisa era compartida. El hombre blanco era superior al resto. Un error brutal, pero extendido en todo el continente europeo, en el que España ya había perdido su influencia.

Con pocos hombres, pocos barcos y cada vez con menos medios, España ocupó desde la Tierra del Fuego a los actuales Estados centrales y sureños, del Pacífico y el Atlántico de los Estados Unidos. Esa empresa, militarmente, es imposible. Se dio el mestizaje y dentro de lo que cabe, la Iglesia contribuyó al sentido humano de la epopeya.

Si los berzotas desean lucir la wipala de las etnias andinas exterminadas por los incas, que lo hagan. Pero no mezclen a España en el asunto. Quinientos millones de seres humanos que hablan el español merecen más respeto.