Alfonso Ussía

Ya puedes esperar, tío

Visitaba Adolfo Suárez al Presidente de la República Francesa, el infumable Giscard D´Estaign. En España amanecíamos todos los días con un inocente, o dos, o treinta, abatidos por disparos en la nuca y coches-bomba, y en el sur de Francia los terroristas disfrutaban de toda suerte de comodidades, amparos y privilegios. Giscard D´Estaign no recibió a Suárez en las puertas del Elíseo. Acompañado del Embajador de España y del Jefe de Protocolo de Giscard, recorrió un largo pasillo. Al fondo, Giscard le aguardaba haciéndose el distraído. No hizo ademán de adelantarse por cortesía y salir al paso del Presidente del Gobierno de España. Para saludar a Giscard había que llegar hasta él. Entonces, Adolfo Suárez se detuvo y se puso a admirar un cuadro colgado en el largo corredor. Giscard no se movía y Suárez tampoco. El primero, por ineducado y soberbio. El segundo, porque era más chulo que un ocho. –Ya puedes esperar, tío–, comentó en tono medio. Pasaron unos minutos, y Giscard se dio por vencido. Comenzó a andar rumbo a su visitante, y Suárez hizo lo mismo. Allí se saludaron con frialdad y distancia. –Además de grosero, un gilipollas–. Disfrutaba recordando el desencuentro.

No traté habitualmente a Adolfo Suárez durante sus años de esplendor. No soy de los que le llamaban «Adolfo». Le decía «señor Presidente». Adolfo vino más tarde. Escribía sus pensamientos políticos. Y en las ocasiones que me recibió en su despacho de la calle Antonio Maura, siempre interrumpían nuestra charla o Felipe González o José María Aznar, más el primero. González estaba en su final y Aznar no había alcanzado su principio, pero uno y otro consultaban con Adolfo Suárez, al que consideraban por encima de intereses partidistas. Al final, Adolfo Suárez se decantó por el PP y apoyó a su hijo Adolfo en unas elecciones autonómicas. Pero en esos días le cubrieron las primeras sombras, los intervalos en blanco de su privilegiada cabeza, los abatimientos anímicos que le acompañaron hasta el fallecimiento de su maravillosa mujer y compañera, Amparo Illana. Vio morir a Amparo, pero no se enteró de la muerte de su hija, a la que adoraba. Porque el Adolfo Suárez que yo conocí y tuve ocasión de admirar y querer ya no era el político osado y triunfante, sino el gran jefe de una familia sostenida por dos pilares fundamentales. El suyo y el de Amparo.

Todos sus hijos han respondido. Pero muy especialmente Adolfo Suárez Illana, que no se ha separado de su padre durante once años. Un padre que ignoraba que ese joven tan simpático y sonriente era su hijo. Tampoco reconocía a Sonsoles, uno de sus grandes amores.

Analistas políticos que se esfuercen en valorar la figura de Suárez hay muchos, y en este periódico, muy buenos. Martín Prieto, Abel Hernández, Fermín Bocos... Ellos conocieron mejor al político. No fue nuestra relación de amistad posterior a la pérdida del poder un camino de rosas. Al Adolfo que yo conocí, le molestaba sobremanera reconocer los fallos de su época gobernante. Especialmente le irritaba el fracaso de las autonomías, del «café para todos». Y su crítica más acerada era Amparo, su mujer.

Pero fue providencial. El Rey supo elegir. Fue valiente encontrando al valiente. Entre los dos culminaron un casi imposible. Miles de opiniones se entremezclarán estos días. Yo me quedo con el Adolfo sin poder, con el duque leal, con el marido y padre ejemplar, con el español orgulloso, con el jefe de una familia que puede sentirse honrada por quien ahora se les escapa. No todos los que se mueren son buena Historia de España.