
Tribuna
Coraje cívico
Han sido centenares de víctimas mortales, miles de heridos y familiares que han sufrido un dolor indecible y desgarrador. Les debemos mucho. Pero nada ni nadie más desagradecido que el olvido voluntario y parsimoniosamente quebradizo y mezquino
Tengo memoria, tenemos memoria hasta que el tiempo, el inexorable paso del tiempo nos borre con ayuda de la enfermedad aquello que nos hace indefectiblemente humanos. Memoria de un tiempo, memoria de personas, de los que ya no están. De lo que supone la libertad, la democracia, los valores. Del coraje cívico. Han pasado treinta años desde que la bala verduga de un asesino sin piedad ni arrepentimiento arrancó la vida, la palabra, la fuerza de la razón y una valentía sin igual en el País Vasco. Solo el silencio atronador tras descargar por la nuca la mueca negra de la muerte podían sesgar y aplacar aquél ímpetu de coraje y determinación frente a los violentos, a los que les jaleaban y a los que también callaban mientras los asesinos, confidentes y simpatizantes habían y seguían sembrando terror y dolor a los no nacionalistas en nombre de una patria teñida de sangre inocente.
Hubo mucho silencio cobarde y mezquino, también miedo, y al igual, una bochornosa indiferencia. Escuchamos, la memoria aún no nos falla, aquello de ellos y nosotros o uno de los nuestros y los rh perversos cuando la vida no tiene precio. Algunos dieron su vida por la libertad que hoy todos vivimos. Hoy los pistoleros no asesinan, a traición, por la nuca, por el coche bomba, ya no matan, pero les mataron, acabaron con la vida de inocentes y de ciudadanos que no pensaban como ellos y que defendían la libertad. Solo la libertad por encima del tirano ruin y cobarde de la miseria execrable que fue la banda asesina, sus dirigentes, sus comandos, sus taldes y sus centenares de asesinos que acabaron con 853 vidas únicas e irrepetibles. Así de sencillo, así de simple por mucho que los verdugos dejaren las armas pero no hayan ayudado a esclarecer más de 300 asesinatos. Eso también no debemos olvidarlo, como el relato, pues parece que solo hubo uno y que en este país no se asesinó por ser militar, policía, guardia civil, ciudadano, político, periodista, profesor y un largo etcétera en esa apología del sufrimiento y la socialización del dolor tan espantosa como indecorosa, tan abominable como dolorosa, tan absurda como real, y tan miserable en la que muchos estaban en la diana.
Pocos supieron que eran objetivo, algunos sí, pero miraron hacia el lado de la democracia y su defensa sin concesiones ni transacciones y tuvieron el coraje y el valor indestructible hasta que la bala asesina cercenó sus vidas por la noble causa de defender la libertad y la justicia hasta el final. Pagaron un precio único. La vida. El dolor a los suyos. El insufrible desgarro que la muerte violenta provoca a sus familiares y amigos. Tuvieron además estos, los familiares, que aguantar el desprecio y el silencio de vecinos y ciudadanos, cuando no irse de la casa común. Porque su sola presencia parece que estorbaba a los cómplices y silentes miserables que la banda tenía a borbotones por todas las esquinas. Miraros hoy al espejo de vuestras propias conciencias. Vosotros los que callasteis, los que jaleabais cada muerte, los que aplaudíais.
Han pasado 30 años desde que aquella fatídica mediodía, un verdugo, un miserable monstruo humano que todavía no se arrepiente descerrajó por la nuca la bala mortal y arrebatadora. Dejó viuda, un bebé de meses y una familia destrozada, amigos, compañeros de partidos y miles de personas para quiénes era nuestro símbolo por la libertad y la verdad, el pundonor y el coraje frente a los violentos. Sí, era Goyo, era Gregorio, la fuerza el símbolo de la lucha pacífica contra los asesinos, contra los que despreciaban la vida, la pluralidad, la libertad, la justicia, el pensar de otro modo. Hoy le seguimos recordando, como hacemos todos los días. Sí, le recordamos. Solo el día que perdamos la memoria nos perdemos a nosotros mismos.
Eta es la historia de un fracaso personal y político, pero también humano y moral de generaciones enteras que sembraron de dolor y terror a una sociedad que, por momentos, estuvo resignada ante tamaña violencia. Años de plomo, de sangre, de desgarro por esa hidra sangrienta. Mas también de silencios cómplices y cobardes, equidistantes y distantes. Tardamos mucho como sociedad democrática en saber estar al lado de las víctimas. No hay otro lado, ni otras equidistancias. Jamás debieron haberlas, pero las hubo. Afortunadamente todo aquello queda atrás pero haríamos mal si el olvido hace que vuelvan a morir de nuevo nuestras víctimas, inocentes. El precio de la sangre. Inocente. El terrible dolor y las lágrimas que sintieron y sienten las familias. Además de mucho abandono y silencio. El resto, hemos olvidado, como también la inmensa mayoría de la sociedad vasca y española en un espléndido ejercicio de cinismo e hipocresía, o simplemente de huir, olvidar y mirar hacia adelante sin detener la vista atrás siquiera un momento. Esa es nuestra catadura moral como pueblo y como sociedad en el fondo.
Gregorio Ordóñez fue y es un símbolo treinta años después. Apenas unos días antes era un político feliz en aquella tamborrada de enero con su presidente. Al que también quisieron asesinar apenas tres meses después. Han sido centenares de víctimas mortales, miles de heridos y familiares que han sufrido un dolor indecible y desgarrador. Les debemos mucho. Pero nada ni nadie más desagradecido que el olvido voluntario y parsimoniosamente quebradizo y mezquino. Coraje cívico, nos lo enseñaron, ellos y sus familias.
Abel Veiga Copoes Decano de Derecho de ICADE
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