El desafío independentista

El 155, sí, ahora y con el PSOE

La Razón
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Es la hora de la claridad. Salir del bucle de confusión y mentira en el que nos ha instalado el proceso independentista. La declaración –o no– de independencia del pasado martes en el Parlament de Cataluña alcanzó la cima de esa «deliberada confusión», según lo definió ayer Mariano Rajoy en su comparecencia en Congreso, en que el nacionalismo catalán ha situado la vida pública española. Confusión para seguir una endiablada hoja de ruta que no tiene más objetivo que provocar el colapso de nuestra democracia como fuerza negociadora. Hace falta claridad y diagnosticar correctamente lo que ha supuesto el desafío independentista. «No se trata de una disputa de competencias; estamos ante el cuestionamiento de la Ley, del estado de derecho y de la concordia entre ciudadanos», dijo el presidente del Gobierno. Según vimos en la lamentable sesión de la Cámara catalana, el llamado soberanismo ha aprovechado su posición institucional para encabezar un verdadero golpe a nuestra legalidad democrática, ha menospreciado a la mayoría de la sociedad catalana y ha quebrado la convivencia. Hace falta claridad, dejar de engañar a los ciudadanos y poner negro sobre blanco lo que está sucediendo y las medidas que deben ponerse en marcha ante las pretensiones de la Generalitat. Rajoy anunció ayer la presentación de un requerimiento a Carles Puigdemont para que «confirme si declaró o no la independencia», como paso previo a la aplicación del artículo 155. De responder a dicho requerimiento y aclarar qué se proclamó exactamente en el Parlament –a ese nivel de manipulación se ha llegado–, el Gobierno actuará en una u otra dirección. Para evitar los enredos habituales de los dirigentes de la Generalitat, Rajoy le da cinco días para que clarifique el requerimiento que se le pide y, de afirmar que la independencia fue declarada, el Gobierno insistirá de nuevo para que revoque dicha proclamación el jueves 16. Hace falta claridad, insistimos. Rajoy ha medido con prudencia las consecuencias de esta medida que está en el orden constitucional precisamente en defensa «del interés general de España». El Gobierno está apurando hasta el final todas las medidas para restaurar la legalidad en defensa del autogobierno de Cataluña. No será el Gobierno de la nación quien dañe a las instituciones catalanas –precisamente, éstas fueron derogadas en la vergonzosa sesión del pasado día 7 de septiembre, que borró de un plumazo el Estatuto–, sino que es su obligación que vuelvan al cauce democrático. Rajoy confesó ayer echar en falta a un «catalanismo integrador, constitucional y europeísta» y puso su experiencia como testigo de los acuerdos que alcanzó con la minoría catalana, ya desaparecida; algunos de sus más respetados miembros, como Duran i Lleida, ve inevitable aplicar el artículo 155 si no se aplica la DUI. Rajoy quiere que esta medida tenga el mayor consenso y éste debe fraguarse sobre el convencimiento de que la intervención de la Generalitat es en estos momentos la manera de devolverle a la legalidad y a su significado último. De ahí la importancia de que el PSOE apoye esta medida que puede desbloquear una situación que, según vimos el pasado martes en el Parlament, los independentistas quieren prolongar hasta llegar a un deterioro absoluto de nuestra democracia. El sentido de Estado de Pedro Sánchez es una buena noticia para la estabilidad política de España. Para encauzar una reforma de la Constitución que afecte aspectos sobre la organización territorial, ofrecida ayer por Rajoy, es necesario que alcance el máximo consenso con PSOE, C’s y sería necesaria la participación de Podemos y los partidos nacionalistas moderados. Conviene hacer un ejercicio de memoria, que ayer también pidió Rajoy para entender la actual crisis. Desde la restitución de la Generalitat tras un pacto histórico entre Adolfo Suárez y Josep Tarradellas y la aprobación, el 25 de octubre de 1979, del Estatuto de Autonomía, se abrió un largo periodo en el que las aspiraciones de Cataluña parecían cumplidas, aunque nunca ajustadas del todo por la política de Jordi Pujol de mantener una tensión calculada y muy pragmática. CiU, que moldeó la Generalitat a su medida, gobernó a sus anchas en Cataluña con un reparto de poderes con los socialistas –la Generalitat para unos; el poder local, para el PSC–, y se convirtió en una fuerza estabilizadora en la política nacional a través de acuerdos de legislatura con los gobiernos de Felipe González y José María Aznar. Hubo lealtad, hasta que Rajoy, al año de llegar a La Moncloa, debió decirle a Artur Mas, el 20 de septiembre de 2012, que no podía ceder a su pretensión de alcanzar un pacto fiscal, similar al concierto económico vasco, porque ni cabe en la Constitución, ni España estaba en condiciones de asumir el coste. No olvidemos que sólo dos meses antes, el 20 de julio, la prima de riesgo batió el récord de los 610 puntos y estábamos al borde del rescate. Rajoy aguantó el envite del «referéndum sí y sí» de Mas y soportó la presión para que España fuese intervenida. Es en ese punto cuando Gobierno y Generalitat empezaron a hablar lenguajes diferentes. Cataluña se situó contra los intereses de España y de Europa.