Huelga de taxis

El taxi debe negociar desde la razón

Desde estas mismas páginas siempre hemos defendido que la condición esencial del taxi como un servicio público y, por lo tanto, sujeto a regulación, debía ser tenida en cuenta a la hora de abordar la concurrencia de otros negocios similares, impulsados por la aparición de las nuevas tecnologías. Es decir, que las reglas de la competencia en un mercado libre debían regir para todos por igual y, sobre todo, estar claramente establecidas en el corpus legal. Es evidente, que la viabilidad económica de los llamados VTC ( Vehículos de Transporte con Conductor) no resistiría la exigencia normativa del sector del taxi ni, mucho menos, una regulación de tarifas. En efecto, detrás de las nuevas plataformas de transporte como Cabify o Uber, existen modos demasiado cercanos al capitalismo desregulado, que, insistimos, juega con ventaja en el área de los servicios públicos. Desde esta perspectiva, a los profesionales del taxi les asistían muchas razones para exigir una reglamentación acorde con las circunstancias del sector –en la misma medida que lo ha hecho el transporte colectivo por carretera frente a las modalidades de la nueva economía–, especialmente, para impedir que las licencias de VTC, muchas de ellas ya en manos de grandes empresas, sirvieran de pasarela sumergida para acceder al mismo mercado, pero sin cumplir las mismas normas. Además, hablamos de un sector que, con todas las excepciones que se quieran aducir, es, junto con las farmacias, de los que mejor funcionan en España y de los que mayores garantías de seguridad ofrecen a sus usuarios, que es un valor añadido muy a tener en cuenta, sobre todo, cuando hablamos de las grandes urbes, como Madrid, Barcelona, Sevilla o Valencia. Cualquier padre con hijos en la adolescencia reconocerá que la expresión «coge un taxi» es, al menos en España, garantía de tranquilidad. Por todo ello, el sector del taxi, que, sin embargo, no puede aspirar a vivir permanentemente al margen de los nuevos tiempos y de unas generaciones jóvenes que han integrado en sus vidas, con pasmosa facilidad, los nuevos sistemas de comunicación, debería haber sido objeto de una mejor atención de unos gobernantes que no sólo han ido a remolque de los cambios tecnológicos, sino que han sido incapaces de elaborar una legislación de carácter general que facilitara la convivencia entre los dos modelos de transporte urbano, algo perfectamente factible, tanto desde el punto de vista administrativo como fiscal. Si llamativa ha sido la forma en la que el actual ministro de Fomento, José Luis Ábalos, se ha desembarazado de su responsabilidad en el asunto para endosársela a las comunidades autónomas, peor resulta que la toma de decisiones responda, como en el caso de la Generalitat de Cataluña y del Ayuntamiento de Barcelona, a la mera presión en las calles de los huelguistas. Si la solución estriba en blindar situaciones de monopolio y no en buscar el razonado equilibrio de las diversas opciones, pasando por alto al ciudadano, todo se reduce a la fuerza que puedan ejercer los distintos gremios. Porque, socialmente, ténganlo por seguro, el taxi ha perdido las muchas razones que le asistían para demandar una regulación acorde con las necesidades de quien presta un servicio público esencial. La violencia ejercida, aunque sea por una minoría; la toma de las calles, la pretensión de paralizar los grandes acontecimientos internacionales que viven Madrid o Barcelona, la toma, en suma, del ciudadano como rehén, han sido un error capital para un gremio que necesita de la complicidad social.