Brasil

Río de Janeiro, la esperanza del modelo brasileño roto

La Razón
La RazónLa Razón

Que la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, no esté presente en la inauguración de los Juegos de Río de Janeiro ilustra la profunda crisis que vive el país. En plena crisis política, económica e institucional puso en marcha el mayor acontecimiento deportivo del mundo con temor e inseguridad por no estar a la altura que exige este reto. La puesta en marcha no ha sido fácil, con retrasos en las obras que van más allá de lo aceptable, incremento desorbitado en el coste de las instalaciones e infraestructuras, dudas por la seguridad (la tasa de criminalidad sigue siendo alta y se sitúa en 24, 3 casos por cada 100.00 habitantes; en México es de 23,7 y en Venezuela de 45,1). Además de un inesperado problema que hacía aún más complicada, si cabe, la situación: el virus del Zika y el mosquito transmisor habían sido detectados en Brasil. Las condiciones para organizar un acontecimiento de esa envergadura y complejidad no podían ser peores, pero el gobierno de Lula da Silva aceptó el desafío como la posibilidad de que la economía más grande de Latinoamérica y la novena del mundo, con una inmensa riqueza de recursos naturales, pudiera mostrar al mundo su desarrollo. Brasil se había convertido en el modelo de las pujantes «economías emergentes». En octubre de 2009, Río de Janeiro fue elegida sede olímpica, lo que evidenciaba que se había convertido en un país de moda, con un desarrollo pujante y abierto a las inversiones, que, en 2014, acogió el Mundial de Fútbol. Sin embargo, Brasil vive ahora una crisis económica profunda, como demuestra que, en 2015, registrase la peor pérdida de empleos de los últimos 25 años. Se destruyeron más de un millón y medio de puestos de trabajo. El gigante suramericano anunció, además, que su PIB se contrajo un 3,8%, la mayor recesión sufrida. La presidenta Rousseff justificó estos malos datos por la desaceleración sufrida en China y por la sequía que afectó al mercado de uno de los grandes exportadores de productos agrícolas. Sin embargo, la crisis golpeó el conjunto del sistema productivo, siendo el retroceso más fuerte el que afecta a la industria, con una caída del 7,3%. El modelo del Partido de los Trabajadores ha resultado ser un impedimento, y el llamado «capitalismo de Estado» a la brasileña ha tocado fondo, con el emblema nacional de Petrobras, que, pese a las reservas de petróleo halladas en las profundidades del Atlántico, ha recortado su plan de inversiones hasta 2019 en un 25%. Nada ha ayudado los oscuros intereses tejidos por Lula y Rousseff, que vive el proceso de «impeachment» a la espera de que, a finales de agosto, se decida si la presidenta electa apartada de su cargo pierde definitivamente el mandato. El problema es que su sustituto –y mayor enemigo–, Michel Temer, ha manifestado que su preocupación en la víspera de la inauguración de los Juegos eran los abucheos. La alternativa es desalentadora. Pero Brasil es un gran país por encima del descrédito de sus políticos, un país complejo, de unas dimensiones de difícil administración, con un desarrollo tecnológico alto y también altos niveles de pobreza enquistados y con aportaciones fundamentales a la cultura moderna, especialmente en la música, esa «bossa» que es un himno a la sensualidad y al valor de la vida que pasa. Ahora es el momento de la competición, de comprobar si el espíritu de la familia olímpica está en buen estado, si las dudas del dopaje en algunas selecciones son anecdóticas, si lo que sigue importando es el esfuerzo de miles de mujeres y hombres que trabajan y sueñan sólo por competir.