Elecciones
Sondeos, una prohibición absurda
Sin duda, no deja de ser un absurdo que los ciudadanos españoles no puedan conocer hasta qué punto han influido en el cuerpo electoral los dos debates sucesivos, algo inédito en nuestra historia, celebrados por los candidatos de los cuatro principales partidos del arco parlamentario. La causa hay que buscarla en la disfunción de la Ley General Electoral (LORENG), aprobada en 1985, que prohíbe taxativamente la «publicación y difusión o reproducción de sondeos electorales por cualquier medio de comunicación durante los cinco días anteriores a la votación». Y lo hace bajo el apercibimiento de graves sanciones penales, que no se limitan a las consabidas penas menores de privación de libertad o multa, sino a la inhabilitación especial para ejercer «profesión, oficio, industria o comercio por espacio de uno a tres años», castigo de todo punto desproporcionado, que deja al condenado en la imposibilidad de ganarse la vida por ningún medio. Por supuesto, sólo en España existe una reglamentación de este tipo, pretendidamente protectora del ciudadano, a quien, al parecer, se considera incapaz de gestionar con buen criterio la información que proporcionan las encuestas. Sólo dos países de nuestro entorno, Francia y Portugal, aplican una restricción a la difusión de sondeos preelectorales, pero, en ambos, ésta se limita a la misma jornada de reflexión. En el resto, como Países Bajos, Alemania, Suecia, Reino Unido o Estados Unidos, por citar democracias avanzadas y con masiva presencia de medios de comunicación de toda índole, la publicación de sondeos y encuestas es libre durante todo el periodo electoral e, incluso, se permite a los distintos actores políticos solicitar el voto hasta el mismo día de la celebración de las elecciones. Y, al menos que nosotros sepamos, nadie ha puesto en duda la licitud de los comicios habidos en esos países que, hay que insistir en ello, son modelos en el funcionamiento del sistema democrático y de libertades. Por otra parte, nos hallaríamos ante una cuestión menor, sobre todo si la comparamos con otras disfunciones de la LORENG, que prima el valor del voto de unos españoles sobre otros por razón de residencia, si no fuera porque las encuestas electorales son un instrumento fundamental para la mejor información de los ciudadanos, mucho más importante en circunstancias como las actuales, donde el número de electores que se declaran indecisos es inusualmente elevado. De hecho, como han demostrado los estudios demoscópicos elaborados a posteriori de las últimas elecciones autonómicas en Andalucía, casi un tercio de los votantes –el 32 por ciento, según el CIS– decidieron su papeleta en los cinco últimos días de la campaña. Los sondeos, pues, orientan al elector que, por ejemplo, duda sobre la utilidad real de su voto en un distrito electoral determinado y, además, ayudan a movilizar la participación de último momento. También, por supuesto, influyen en el ánimo del votante, pero no más que cualquier otra circunstancia de la campaña electoral o de la mera peripecia vital. Pero, por lo visto, nuestros legisladores prefieren tratar al ciudadano como un menor de edad, sujeto a la protección paternal de los poderes públicos, al que hay que apartar de las opiniones ajenas, que son, precisamente, las que reflejan las encuestas. No. Los españoles han demostrado, elección tras elección, que son perfectamente capaces de elegir por sí mismos la opción política que prefieren para que gestione los intereses públicos. Ni las encuestas, ni los medios de comunicación que las publican, manipulan voluntades. Sólo informan, que es un derecho.
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