Sin Perdón
El espíritu constitucional
«Conde-Pumpido, el jurista de cámara del régimen sanchista, es un riesgo para el ordenamiento constitucional»
Un año más hemos leído y escuchado los habituales tópicos sobre la Constitución y su reforma. He de reconocer que esa monótona insistencia es algo cansina, así como muy poco original. No encuentro nada nuevo o sugerente ni en el mundo político ni tampoco en el académico. Y cada año me reafirmo en que no es necesario emprender ninguna reforma relevante, porque la Constitución mantiene su vigencia. La celebración del aniversario sirve para visualizar la soledad de Sánchez, ya que no asisten ni sus socios independentistas ni los antiguos dirigentes del aparato político y militar de ETA. Las otras dos formaciones, Sumar y Podemos, no importa que asistan o no porque son comunistas y les gustaría acabar con la democracia y la Constitución. No lo dicen claramente, pero es lo que hacen siempre las formaciones comunistas. Los seguidores de Yolanda Díaz y Pedro Sánchez coinciden en su simpatía por las dictaduras cubana y nicaragüense, así como con el resto de grupos radicales de la izquierda populista iberoamericana. Sumar es una formación menguante con una lideresa que cosecha fracaso tras fracaso y camina con paso firme a la derrota electoral. Por su parte, Iglesias está esperando las próximas elecciones para recoger la herencia y recuperar el papel de político diletante que es lo que más le puede gustar. Por más tiempo que pase no abandona su espíritu revolucionario pijo progre propio de los acalorados debates en el bar de la facultad. Hay muchas razones que permiten confirmar la plena vigencia de nuestra Carta Magna. A diferencia de lo que fue habitual en el constitucionalismo histórico español fue el resultado de un amplio consenso en donde todo el mundo tuvo que ceder para llegar a buen puerto. Desde la primera Constitución, que fue la de Cádiz en 1812 ya que Bayona fue un texto extranjero impuesto por Napoleón, hasta nuestros días se aprobaban dejando fuera a la mitad, como mínimo, del electorado. Durante el siglo XIX eran sobre todo leyes políticas que recogían el proyecto político de quien ganaba las elecciones. Por eso eran moderadas o progresistas. La más radical fue la de 1869 y la más duradera la canonista de 1876 que fue el resultado del acuerdo entre conservadores y liberales. La mitificada de 1931 fue un desastre, ya que no sirvió de punto de encuentro y acabó desembocando en la Guerra Civil. La tortuosa historia del constitucionalismo español, que no es singular ya que se repite en otros países, explica la importancia de la Constitución de 1978. Por cierto, Gran Bretaña, Estado Unidos y Francia sufrieron, también, guerras civiles y revoluciones. La Constitución no solo ha permitido la alternancia, sino que todos han podido aplicar sus programas con la única limitación de contar con el apoyo parlamentario suficiente. Por tanto es lo suficientemente amplia como para que no se necesite reformar. En lo que hace referencia a lo que Sánchez y sus cursis e ignorantes juristas de cámara llaman derechos de nueva generación no es necesaria una reforma imposible para incluirlos. A esto hay que añadir que en algunos casos no hacen más que causar división incluso en la propia izquierda. Las únicas reformas que haría serían las destinadas a fortalecer la independencia de los órganos del Estado, la separación de poderes e incluir la prohibición exprés de las amnistías, así como de los indultos políticos y por corrupción. Conde-Pumpido, el jurista de cámara del régimen sanchista, es un riesgo para el ordenamiento constitucional. Tras enterrar a Kelsen, cuya obra sabemos que desconoce, ha convertido el Tribunal Constitucional en un instrumento político al servicio del Poder Ejecutivo. Una reforma constitucional debería establecer la incompatibilidad entre ser presidente del Gobierno o ministro con la pertenencia al Congreso de los Diputados o al Senado. Es una anomalía que el Poder Ejecutivo forme parte del Legislativo. La reforma electoral también debería constitucionalizarse en el sentido de impedir que las formaciones independentistas condicionen la gobernabilidad del Estado. Me gusta más el modelo estadounidense, ya que los senadores y los congresistas no están sometidos a un mandato imperativo implícito como sucede con el sistema partitocrático que se ha impuesto en España. Nadie se mueve en el PSOE ante el miedo a sufrir la ira de Sánchez y sus colaboradores. En este sentido, una reforma constitucional podría reforzar la independencia de los partidos. Otro tema grave es el Poder Judicial que se ha convertido en la mayor obsesión del presidente del Gobierno. Una vez controlado el Poder Legislativo no lo ha conseguido con el Judicial, una UE quiere asaltar la presidencia de la Sala Penal del Supremo para colocar a Ana Ferrer que hará lo que quiera La Moncloa. Lo mismo sucede con la Sala Contencioso administrativa donde quiere colocar al frente a la sanchista Pilar Teso. Una reforma debería impedir que el Ejecutivo pueda mangonear a los otros dos poderes del Estado y por eso sería necesario fortalecer sus bases. Es difícil, pero se debería garantizar el mérito y capacidad en los cargos directivos de la Administración Pública así como que las empresas públicas sean chiringuitos para colocar a los amiguetes. Lo mismo sucede con la transparencia y el buen gobierno, porque lo sucedido en las legislaturas de Sánchez demuestra que su autoritarismo es un riesgo para una democracia de calidad. Esta es la reforma que no quieren ni él ni sus socios. En cambio, lo que leímos o escuchamos en el Día de la Constitución es solo propaganda al servicio del régimen sanchista y su asalto al poder y las instituciones. Con todos los disparates que llevamos sufriendo nadie se puede tomar en serio las propuestas de Sánchez o Armengol.
Francisco Marhuendaes catedrático de Derecho Público e Historia de las Instituciones (UNIE).
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