Tribuna

Europa también se equivoca

No parece muy oportuno legislar limitando garantías jurídicas en base a la presunción de maldad de las personas

Constantino y Teodosio se sorprenderían, pero la ley 2/23 de 20 de febrero ya ha sido publicada en el BOE y, en consecuencia, ha quedado incorporada al ordenamiento jurídico español el mandato de la Directiva de la Unión Europea 2019/1937, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho y de lucha contra la corrupción, conocida como ley de protección del informante o «Whistleblowing». El principal objetivo de esta norma es detectar incumplimientos de la ley y proteger a las personas que denuncian dichos incumplimientos en determinados contextos como, por ejemplo, el de las empresas que tengan más de 50 trabajadores, las que tengan un volumen de negocio igual o superior a 10 millones de euros o las que formen parte de sectores sensibles como el financiero, los partidos políticos, sindicatos, patronales… El medio fundamental que prevé esta norma para conseguir su objetivo es facilitar la denuncia anónima, es decir la delación, al obligar a diversas instituciones públicas y privadas a implementar canales de denuncias que garanticen la confidencialidad del informante denunciante.

La valoración de la delación a lo largo de la historia ha generado posturas radicalmente encontradas. La figura jurídica del delator (denunciante anónimo) tiene su origen en el derecho romano. Su mayor expansión se situó en la parte final del reinado de Tiberio (31D.C.). En esa época se vivió un período de terror en Roma. Se iniciaban numerosos procedimientos fundamentados exclusivamente en denuncias anónimas. Los propios hijos del emperador Tiberio sufrieron en primera persona la injusticia de este sistema. Séneca y posteriores emperadores criticaron cada vez con mayor dureza la delación. Posteriormente, Constantino y Teodosio castigaron severamente la delación llegando incluso a aplicar la pena capital. En el código Teodosiano se compara a los delatores con los traidores y se les llega a castigar con la pena del corte de la lengua y ahogamiento a modo de escarnio ante la comunidad.

Muy posteriormente, la denuncia anónima recupera su fuerza en el proceso inquisitivo donde la denuncia anónima es fundamental. Se intentó justificar la denuncia anónima por ser un medio de igualdad social que permitía que los ciudadanos humildes pudieran denunciar a las personas poderosas, sin que éstas se pudieran vengar después contra los denunciantes. Frente a esta argumentación, en el siglo XVIII, Montesquieu, entre otros ilustres autores, advierte que la delación implica el establecimiento de un sistema de justicia que rompe la cohesión social, que hace a los hombres falsos y dobles. Desde la ilustración se inicia una fuerte corriente de opinión contraria a poder utilizar el anonimato como medio para poder acusar a un ciudadano. En España, en 1806, con la Novísima Recopilación (Título XXXIII, Ley VII) se prohibió la investigación de los hechos denunciados anónimamente, salvo que tuvieran carácter de notoriedad. En igual sentido se pronunció la Real Orden Circular de 17 de enero de 1924. Posteriormente y en diferentes ámbitos geográficos a lo largo del siglo XX, la delación resucitó de nuevo por su efectividad en regímenes políticos tan detestables como el de Stalin, el de Pol Pot en Kampuchea o en el nazismo de Hitler.

Nuestro Tribunal Supremo, en una Sentencia de 11 de abril de 2013, señalaba que, aunque la ley de Enjuiciamiento Criminal exige como requisito la identificación de los denunciantes (arts.266, 267 y 268), la denuncia anónima es legal, si bien señala que es necesario que se actúe con máxima prudencia y debe ser contemplada con recelo y desconfianza.

Nuestra ley de Enjuiciamiento Criminal promueve la identificación del denunciante y no lo hace por casualidad, sino que lo hace para proteger el derecho de todos los ciudadanos, incluso el de los denunciados. No parece muy oportuno legislar limitando garantías jurídicas en base a la presunción de maldad de las personas. En la norma que nos ocupa se presupone que, si el denunciado conoce el nombre del denunciante, aquel quebrantará la ley para perseguir injustamente al denunciante. Además de esa maldad intrínseca que se presume del denunciado, también se le atribuye especial pericia para saltarse las vigentes normas (laborales, penales, administrativas…) que protegen a todos los ciudadanos, sean denunciantes o no.

Muchas normas persiguen objetivos nobles, como es el caso de la aquí analizada, pero también es frecuente, como demuestra igualmente esta ley, que para conseguir ese noble objetivo, muchas veces se olvidan principios fundamentales del derecho que no son fruto de la creación singular de un iluminado del derecho, sino que, muy al contrario, son resultado del sabio y reposado sedimento de la evaluación de la aplicación del derecho a lo largo de los siglos. A pesar del paneuropeísmo reinante no debemos olvidar que Europa también se equivoca.

Alejandro Pintó Salaes abogado.