Tribuna
El hilo secreto de «Las meninas»
Velázquez -deduzco en mi soledad- no solo fue un mago de la pintura, sino un Mago puro. Sin apellido. Con mayúscula. Sutilísimo
El miércoles desvendaron la gran estatua de Velázquez que preside la fachada del Museo del Prado. Tras un verano bajo las lonas, recuperándose de años de intemperie, el bronce del dios de los pintores españoles luce espléndido de nuevo. Lo vi esa misma tarde, por casualidad, porque tenía el compromiso de guiar a un selecto grupo de visitantes hasta Las meninas. Nuestra cita era a museo cerrado, así que, tras dejar el monumento atrás, disfruté de unos minutos de soledad en la sala doce, en la basílica que hace de alma del recinto, cruzando la mirada con otro Velázquez: el del lienzo.
No sé por qué extraña razón me acordé de una historia que había leído hacía años. La contó Jorge Semprún en Federico Sánchez se despide de ustedes. Quien fuera ministro de Cultura con Felipe González, aseguraba que era capaz de dar cuenta de su vida a partir de las veces que había contemplado Las meninas, y que hubo un tiempo en el que acudía a ellas para esconderse de la «secreta». La policía franquista lo seguía a todas partes, pero en la sala en la que entonces estaba el cuadro -un recinto de cortinas caras, con Las meninas como único habitante- un espejo de gran tamaño le permitía ver si alguna sombra lo vigilaba. Un día se encontró allí con un sujeto que le dio una «apasionante» (sic) explicación de la escena. Su tropiezo me recordó al que yo mismo viviría años más tarde, cuando otro desconocido me asaltó frente a La Perla de Rafael y se empeñó en darme su interpretación.
A diferencia de lo que yo viví, Semprún identificó a su interlocutor con el tiempo. Fue el pintor franco-ruso Nicolás de Stäel, que también se colaba en el Madrid de entonces atraído por Velázquez. Pero yo, que no tuve esa suerte, terminé por mitificar a mi intruso y lo convertí en el fantasmagórico protagonista de dos novelas, El maestro del Prado y El plan maestro. Y gracias a ellas estaba ahora allí de nuevo, esperando a un grupo escogido de lectores.
Pensaba contarles la historia de Ángel del Campo Francés, ingeniero de caminos de familia de artistas, que en los años setenta se empecinó en arrancar a Las meninas sus secretos geométricos. Midiendo sus líneas de fuga, se fijó en la luz macilenta que Velázquez pintó, y uniéndola a la presencia de una estera en el suelo mientras determinaba qué habitación del Alcázar le sirvió de escenario, dedujo que el lienzo se bocetó la tarde del 23 de diciembre de 1656, cumpleaños de la reina que se adivinaba en el espejo. Ese día, Mariana de Austria cumplió 22. Tenía ya cuatro partos a sus espaldas, y la corte la miraba de reojo a la espera de que diera, de una vez, un varón a Felipe IV que heredara el trono. Del Campo -al que conocí con 92 primaveras, lúcido y entusiasta-, había llegado a la conclusión de que el cuadro insignia del Prado se concibió como un talismán para ayudar a la soberana en su misión generatriz. La línea imaginaria que unía las cabezas de sus protagonistas formaba el dibujo del signo de Capricornio, mientras que el segmento que conectaba el autorretrato de Velázquez con las sirvientas, y José Nieto con Margarita de Austria, representaba a la constelación de Corona Borealis. Sin duda era un guiño a la realeza divina. En mitología, ese grupo de estrellas nació de la tiara que Dioniso lanzó al aire para demostrarle a la decepcionada Ariadna que él era un dios. La muchacha acababa de ser abandonada por Teseo después de que lo ayudara a escapar del laberinto del Minotauro con el ovillo de hilo que le prestó, y Dionisio se le acercó para impresionarla, transformado su propia corona en una constelación.
De pronto, plantado ante Las meninas, solo, caigo en la cuenta de un juego velazqueño más. Si Ángel del Campo acertó, ese cuadro de apariencia inocua, tierno incluso, escondía algo más que un «horóscopo». Los mitos gustaban al sevillano. Recurrió a ellos para La fragua de Vulcano, y también para Las hilanderas, que pintó casi a la vez que Las Meninas… Es entonces cuando lo veo: Las hilanderas evocan la historia de Liria, una muchacha griega que teje mejor que Atenea y a la que la diosa transformará en Aracne, en araña, para que no compita con ella. Velázquez, en el mismo periodo de tiempo, pintó dos obras maestras recurriendo a los dos únicos mitos con hilo del panteón olímpico. ¿Significaba eso algo?
Abro el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot buscando una respuesta, y me quedo estupefacto. El gran iconógrafo vincula la acción de hilar con la de crear y mantener la vida. Entre 1656 y 1657, en la época de ambos cuadros, esa era precisamente la obsesión nacional. Felipe IV se hacía viejo y se necesitaba un milagro para que la reina se quedase encinta de un heredero. Por tanto, esos dos enormes lienzos, vinculados discretamente a un símbolo generativo, necesariamente tenían un simbolismo común. ¡Eran un mismo proyecto! Velázquez -deduzco en mi soledad- no solo fue un mago de la pintura, sino un Mago puro. Sin apellido. Con mayúscula. Sutilísimo. Y con esa certeza, tras concluir mi visita guiada, abandono el Museo a medianoche, quedándome un rato más junto la renovada estatua del genio. De hecho, aún sigo ahí, esperando algún hechizo que vaya más allá de su magnífico rejuvenecimiento.
Quién sabe. Quizá termine hilvanando todo esto en otra novela.
Javier Sierraes premio Planeta de literatura y autor de El plan maestro.