Tribuna

De mesías a memes: Musk cae, ¿quién sigue?

La política convertida en entretenimiento, la promesa constante de lo imposible, el desprecio por la complejidad, nos están llevando al abismo de la decepción masiva

Elon Musk acaba de estrellarse. Y no fue su Starship lo que estalló, sino el empecinamiento de creer que podía salvar a Estados Unidos desde un cargo público creado a medida, con nombre de criptomoneda y promesas de dogmas empresariales infalibles. Su paso por el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) fue una mezcla de patrón caprichoso, delirio populista tech y cifras de ahorro infladas que se pincharon al primer soplido. Lo echaron sin hacerlo oficial. «No se va realmente», dijo Trump, como quien niega que su reality show haya sido cancelado. Pero sí se va, al punto de acusar ahora al gobierno del republicano de llevar al país a la «insolvencia», como si él no hubiera formado parte del experimento.

El fracaso de Musk no es anecdótico. Tal vez la ficha inicial de un dominó que anticipe una crisis más profunda: la de una sociedad desencantada con magos que ya no tienen trucos nuevos. La aceleración del disparate como forma de poder, la exaltación de mentiras y promesas imposibles nacidas en redes sociales y criadas por algoritmos manipuladores empieza a mostrar signos de fatiga crónica. El espectáculo puede seguir, claro. Pero los espectadores empiezan a levantarse cuando la ansiedad exige resultados tangibles y estos no llegan.

¿La caída termina aquí? ¿Puede ya escribirse lo que sigue? No hablamos solo del profeta de la disrupción. Lo que empieza a fisurarse es un estilo de poder: autorreferencial, ególatra, impermeable a los matices, construido más sobre efectos que sobre estructuras. Musk, Trump, Erdogan… pero también Sánchez o Milei: un abanico ideológico antagónico, unido por el mismo agotamiento de formas. No cansan por lo que piensan, sino por cómo lo ejercen. Por la saturación. Por la repetición. Por la imposibilidad de sostenerse indefinidamente en el griterío que los sostuvo.

Esta semana, incluso el holandés Geert Wilders hizo saltar por los aires su propio gobierno al no conseguir que sus socios endurecieran aún más las leyes migratorias. La coalición que lo había convertido en jefe se deshizo entre reproches, como una startup que promete revolucionar y entrega vacío.

Nadie puede aventurar el futuro de Trump, pero la llama de su popularidad lleva consumiéndose desde el primer día: intensa, ruidosa, pero perdiendo luminosidad. ¿Trump, a quien su supuesto aliado Musk ya acusa de impulsar leyes «abominables»? Es prematuro siquiera delinear cómo sería su caída, y a qué costo. Pero mientras tanto, la deuda de EE.UU. se dispara, el déficit fiscal roza el 6,25% del PIB, y su política económica es tan coherente como un tuit suyo a las tres de la mañana: impulsiva, contradictoria y escrita en mayúsculas. El choque es tal que el mayor aportante de su campaña —Musk— ahora presiona al Congreso para boicotear lo que hasta ayer era la joya legislativa del trumpismo.

En el divorcio político entre Trump y Musk, el hijo putativo de ambos bien podría ser Javier Milei. ¿Puede ser él el próximo en la fila? ¿Y con quién se queda? El riesgo de jugar a pleno es que, cuando la escena cambia, no hay dónde esconderse.

Milei logró frenar la hiperinflación, ordenó algunos lineamientos macro y volvió a poner a la Argentina en la conversación global. Pero Argentina no es un país que resuelva sus contradicciones con velocidad, ni siquiera con una motosierra. Y detrás de sus «genialidades» incomprensibles, empieza a insinuarse el riesgo de fatiga. Si no logra moderar sus arrebatos, aquello que lo llevó al poder puede volverse contra él. Y dado que está en este momento en Madrid, bastaría recordarle que la historia no suele tener demasiada paciencia con los desbordes.

Miremos a Meloni esta semana. Se encontró con Macron, su antiguo archienemigo, jugando al límite del equilibrio geopolítico. En una Europa que Trump apunta como su blanco favorito, pero que sigue siendo el único tablero donde se juega el poder con reglas más o menos estables. Meloni lo sabe: sin Bruselas, no hay Roma. La líder que llegó con puño de hierro y retórica incendiaria ahora se acomoda en la mesa con Macron como si Europa fuese, de pronto, un club de coincidencias más que de cuestionamientos. ¿Qué ve la primera dama en este balance de poder? ¿Un amor de verano o una alianza por conveniencia? Una nueva coreografía pensada para durar más que un trending topic.

Y mientras tanto, desde Moncloa, Pedro Sánchez atraviesa su propio derretimiento. Ya se rumorea en la calle –como si el deseo pudiera anticipar el desenlace– que no llegará a fin de año. Nadie lo afirma con certeza, pero pocos lo descartan. Sánchez sigue en pie, porque es un equilibrista talentoso, sí. Pero también porque ha convertido el silencio, la elusión y la escenografía en pilares de su poder. Ese poder –tan calculado, tan hermético– empieza a mostrar señales de agotamiento. Ya no se sostiene en la legitimidad del discurso ni en la fuerza del parlamento, sino en una red de «fontaneros» funcionales que crujen cuando la realidad se impone. Es la fase crepuscular: cuando el poder, más que iluminar, enceguece. Y lo que antes se celebraba como audacia, empieza a parecer capricho.

La caída de Musk –y lo que puede venir después– debería servir de advertencia. La política convertida en entretenimiento, la promesa constante de lo imposible, el desprecio por la complejidad, nos están llevando al abismo de la decepción masiva. Y cuando ese desencanto se active, no avisará. Llegará como un domingo: sin ruido, sin prisa, pero con la contundencia de una resaca.

No será el fin de las figuras mesiánicas. No los doy por muertos. Pero sí puede ser el inicio de su declive. Y, con suerte, el comienzo de algo más sensato; que algunos sean simplemente lo que siempre fueron: memes.